Titanes

Entre las maderas de las trabajaderas se esconden motivos que son promesas, aficiones y fe. Hay coraje, compromiso y fuerza en cada costal

Al cielo con él, con ella, con un par de motivos, con la fuerza de la fe, del que se siente en deuda, agradecido; con el cuello partido, como sea, como se pueda ¡Arriba con el cristo que se apiadó de él! Late el corazón, calla la mente. Con la mirada clavada en el más allá, se santiguan y entran a la madera a calzar la belleza con la ilusión del que tiene una misión, un trabajo que hacer, una razón. Son rocas moldeadas a fuego, los pilares de la Pasión, hombres que entran y salen de las llamas, de las cenizas todavía candentes por el ardor y una desmedida emoción. Como titanes entre el cielo y la tierra, entre los mortales, su dolor es inevitable, su sufrimiento opcional.

Lo miró a los ojos, acarició sus clavos en la cruz y le imploró. Carlos pidió, rogó y prometió aquel día de hace cuatro semanas santas al Cristo de la Piedad que si su hijo Daniel de cuatro años se ponía bueno, superaba lo que le ocurría en el aparato digestivo, si salvaba a la luz de su vida, cargaría con su peso y estaría en deuda con él. Tres semanas después el pequeño empezó a ponerse bien. «Yo le pedí y mi hijo mejoró». Empezó así con el costal, tarde, con 38 años, sin una devoción especial y ya, dice, «cualquiera lo deja».

No pensó jamás que tuviera que recurrir a la fe, pero hay razones que interpelan al corazón que la razón no entiende. «Por ellos, por mis hijos, lo que haga falta». Carlos Cárdenas tiene 41 años y es costalero por promesa. «Ser costalero es compromiso».

Le sobran motivos y le falta penitencia. «Pensé que levantando solo el cristo no pagaba lo suficiente y empecé a sacar también a la Virgen del Consuelo». Y ahí debajo se mantendrá hasta que su hijo lo releve o ya no tenga fuerzas para continuar. Sus ojos miran profundo, sus frases son contundentes y en sus brazos robustos como columnas están trazados con tinta los ángeles que envuelven los nombres de sus dos hijos, su verdadera fe, sus días y noches, sus amores y desvelos, en trazo grueso. La fe que uno siente, cómo la siente y la alimenta nace de dentro, por eso Carlos se define como un costalero raro, no siente igual que el resto. «No voy por una cuestión de religión, ni devoción ciega, ni a figurar. Voy a trabajar, yo llevo mi peso, no me cuelgo. Si fallo y me desmayo me salgo. No tengo que echarle mis kilos a nadie».

El costalero sufre y cuanto más pesan sobre su cuello los 40 kilos que soporta más firme se vuelve en su objetivo. Durante los peores momentos debajo del paso, Carlos piensa en lo que pasó su pequeño. «Si él aguantó su enfermedad y ahora ya tiene el alta, está curado, yo puedo aguantar ahí debajo».

Entre las maderas de las trabajaderas se esconden motivos que son promesas, aficiones y devociones. Detrás del músculo de la fe que no se ve, que sólo se escucha, se admira y se aplaude, los corazones de los costaleros laten y bombean fuerza y pasión desde las entrañas. Caminan al ritmo del son cofrade, con sudor, lágrima viva y dolor y solo el que lo padece lo sabe.

Paquillo’, oficio y coraje

En la casa hermandad del Cristo de la Piedad de Ciudad Real hay quietud, incienso, humo a raudales y confesiones. Todos se conocen, son compañeros de cuadrillas y comparten devociones. Son un equipo, los titanes de Cristo. Francisco Jiménez tiene 26 años y es costalero por una mezcla de afición y devoción. «Más que disfrute es oficio, sufres porque te cae una carga de kilos que tienes que soportar, pero por mucha devoción que tengas no dices ¡Oh Dios mío ayúdame! tiras de técnica y de coraje», explica.

Amigo del consuelo, amante de la soledad y devoto de la piedad, Paco, ‘Paquillo’, perdió hace tres años a su pilar, a su padre, tras una larga enfermedad y es a él al que recurre, en el que piensa cuando en la trabajadera se pone la cosa fea, cuando tiene que sacar fuerzas de flaqueza a espuertas. «Tengo fe en la Dolorosa desde crío por una cuestión familiar y saco también a la Virgen del Consuelo, pero es al Cristo de la Piedad al que me aferro, me ha ayudado mucho en los peores momentos».

Bajo el paso se aprenden buenos valores, modales, humildad y compañerismo, actitud ante la vida. «Para ser un buen costalero tienes que ser una buena persona. Es lo mismo, no engañar ni falsear, ayudar, ya hay bastante hipocresía», confiesa con aplomo, con media sonrisa, con los brazos entrelazados, tirando de vivencias, de experiencia con el costal desde su mayoría de edad.

En Ciudad Real y en Sevilla.

Ernesto Naranjo cumplirá sus 31 en día santo. Hijo de capataz, nieto del costal y hermano de la Semana Santa y la fe. «Soy costalero por tradición, por afición, por devoción, por todo lo que se pueda ser. Mi padre era ‘capillita’, fue mi maestro y lo he superado por pesado, fui capataz y soy costalero en Sevilla y en Ciudad Real». Comparte el peso del Misterio del Cautivo y Rescatado, la Bofetá y el Misterio de las Tres Necesidades de Sevilla y en Ciudad Real el de la Virgen del Consuelo y de la Soledad. De los cinco sólo uno lo saca por devoción, la Virgen del Consuelo, que nació en 1989, un año después que él. «Cuando me tengo que agarrar a algo, me agarro a ella».

En su mente hay fechas que lo persiguen, como el 8 de abril de 2004 cuando debutó en un gran paso, con el Cristo de Longinos; o el día de la pérdida de su progenitor, su referente, en 2014. Se cruza de brazos, se recuesta y sus ojos se inundan, como la vez que lloró en la Semana Santa de 2006 cuando escuchaba entre las maderas la respiración de su padre, aguantando, sujetando el peso del Consuelo junto a él. «Lloré de emoción. Ser costalero es serlo el día entero, durante todo el año, como los toreros».

Le cuesta describir la amalgama de emociones que se viven en la trabajadera, durante horas. Cambios, salidas y entradas, levantarse y volverse a caer. «Da tiempo a pensar en muchas cosas, en el trabajo físico, en hacer una chicota perfecta, todo está en la cabeza y no voy a negar que alguna vez piensas ¡qué estoy haciendo aquí! y eso es porque lo estás dando todo». Por eso los mejores costaleros son para Naranjo los más sufridos, los que cuanto más aprietan los kilos más tiran ellos hacia arriba.

El costalero del morrillo.

Daniel tiene en su carne la señal de ese dolor. «No me gusta, pero es una capa de grasa que se genera de forma natural». La señal física de un titán. El morrillo es un quiste que aparece en la cerviz, justo donde descansa la trabajadera, hay a quien le sale y a quien no.

Daniel de Luca Negrete tiene 24 años, nació en Florencia y vive en Ciudad Real desde muy crío. «Soy costalero por fe y afición». Comprometido con el capataz y con la cofradía, confiesa titubeando que el costal es de lo más importante de su vida, tanto que no sabe como explicarlo. «A ver, después de mi familia está este mundo, las vivencias debajo del paso. Lógicamente está ligado a una devoción, pero lo que me hace seguir es la afición que tengo».

Sobre sus hombros lleva cada Semana Santa el peso del Consuelo y el Cristo de los Javieres en Sevilla y en Ciudad Real, la Virgen del Dulce Nombre y la Soledad. Disciplinado, recto, correcto, habla del costal como de su religión. «Ha sido siempre mi ilusión y el día que la pierda dejaría de sacarlos porque es lo que me llena». Su primera vez fue con 18, en Sevilla, en las trabajaderas del Cristo de los Javieres, el paso que más le motiva. Por varios razones: el propio paso, la imagen, el capataz, el trabajo que se hace y el tipo de costalero. «Reúne todo para mí». Costalero todo el año, Daniel no descansa, porque el costal se lleva por dentro, es una manera de vivir. «Es muy difícil que esto a mí me deje de gustar».

Juan Pedro no tiene palabras para expresar lo que supone ser costalero. Tiene 35 años, es de Pozuelo, pero trabaja en Toledo. «Hay que tener fe y creer en lo que llevas arriba. Yo soy costalero por devoción».

Cree en los amigos, en la importancia del compañerismo, en sumar. Ha llorado debajo del paso como el que más. «No sé explicar por qué, hay que estar debajo para sentirlo». Juan Pedro Almagro es supersticioso de los que no atraviesan escaleras, huyen de los gatos negros y se santiguan, de los del pie derecho cada mañana, de los que buscan consuelo en la fe. «Mi padre murió cuando yo era muy joven y me aferro a lo que él sufrió para continuar para no dejarme derrotar, cada uno tiene que encontrar su motivo».

Es costalero desde los 16 del Cristo de la Piedad, la Soledad y el Dulce Nombre y entró por primera vez con 19 a la Flagelación de Ciudad Real. «Yo me imaginaba que era muy bonito, pero nada comparable a lo que me ha aportado después el costal».

Uno mismo tiene que saber cuándo parar, cuándo retirarse, sin ponerse una fecha determinada de caducidad. Juan Antonio Martínez tiene 47 y lleva 28 años soportando el peso de la fe como un titán. «Seguiré hasta que la fuerza deje de acompañarme». Es además de costalero del Consuelo y La Soledad, segundo capataz en el Cristo de la Piedad, del que es también vicehermano mayor y secretario «y no hago de Cristo pues de milagro», ríe. Es costalero porque lo lleva dentro, por una mezcla de muchas cosas, devoción, tradición y porque el costal te pica, engancha, se mete dentro y no lo sacas.

Juan Antonio sabe lo que es hacer equipo, potenciar lo mejor de cada uno y de uno mismo para hacer una buena ‘igualá’, fundamental para cuidar a su gente, para no forzar a ninguno de los 40 ó 50, para que el paso camine recto por el sendero. «Yo tengo en mi cuadrilla lo mejor de Ciudad Real y eso es labor del capataz, de una evolución de años, quien mejor dirige es quien sabe rodearse de los mejores».

En los momentos malos piensa en eso, en la fuerza para levantar todos a una la imagen. Porque en estos días que empiezan de saetas, de tambores y cornetas, de humo y olor a incienso, los pasos de Cristo no los mueve una persona ni cinco. Sin peso, sin técnica, sin solidaridad y compañerismo, sin devoción ni motivos terrenales, en el olimpo de los titanes nada tendría sentido.