Pobreza en pandemia

Trincheras invisibles

Trincheras Invisibles, familias que viven de la caridad, en una permanente situación de vulnerabilidad, ahora con la pandemia aumenta la pobreza

Comienzo

Viven en una permanente vulnerabilidad, todavía más ocultos que antes. Familias de seis miembros como la de René y Ethel que sobreviven con 600 euros al mes y el miedo a no poder abandonar jamás su trinchera infinita. Pobreza en pandemia

“De donde yo vengo ser joven es un pecado, o eres pandillero o te matan”. Cuando el riesgo es a morir, a que te maten a tus hijos o a ti, la única salida es huir, cavar en la distancia trincheras de hormigón cuando no queda otra que sobrevivir.

René sabe lo que es construir una barricada en la que esperar para poder salir, ahogado por los miedos, el frío y los días sin un fin, las palabras incomprensibles, la despensa y los bolsillos vacíos, los desaires y la soledad. Sabe lo que es ser invisible a ojos de los demás. “Nunca piensas que vas a acabar tan lejos y viviendo de lo que te dan”. Pero ocurre y no queda otra que tirar, sin trabajo, sin dinero, con lo puesto, pero eso siempre es mejor que estar muerto.

En la casa de los Castillo Medina hay una nevera pegada al televisor del salón, ambos son objeto de devoción. Los separa la vitrina de un mueble de madera con retratos enmarcados y pequeños objetos de decoración. Otros días es otro cantar, pero hoy no falta leche ni huevos ni fiambre, hay recipientes con comidas sobrantes, pero no queda jamón de York. René abre y cierra la puerta del frigo, agarra lo necesario y recorre el pasillo que separa la cocina del comedor.

Se escucha el sonido de una sartén echando humo, huevos revueltos y salchichas, es la hora del desayuno. René Castillo, de 47 años, y sus cuatro hijos intercambian la leche, los zumos envasados y el Nesquik. «Sentarnos todos juntos a la mesa es una tradición muy nuestra, de nuestra cultura de El Salvador». Eso y comer todos los días. También tienen la costumbre de vestirse, calzarse, asearse, trabajar y abrigarse, vivir con dignidad y respirar.

En Almagro, en la casa de las dos ventanas con vistas a la eras de San Juan, viven seis con lo poco que entra, 600 euros al mes, 19 al día, tres euros por boca, los que cobra Ethel Medina, la madre y esposa, la mujer de 43 años que cuida a una pareja de ancianos en el pueblo durante 11 horas al día, «gracias a dios».

«Ahora mismo vivimos con lo que ella gana, más 40 euros por los domingos, y gracias a que encontró ese trabajo en enero, antes de que empezara el confinamiento, porque yo en diciembre me quedé sin labor en el campo. Pero ese dinero se nos va en el alquiler y en los recibos de la luz y el gas”. Y si sobran cien euros, son para completar las ayudas de alimentos que les dan o para calzado y ropa, para lo que necesita cualquier persona.

Son los invisibles en una permanente e infinita situación de vulnerabilidad, la que sufren las personas de las que no se habla en esta crisis de salud global, a los que nunca se mira, víctimas de la ceguera social, de aquellos que, viendo, no ven. Son los rostros de las cifras que engordan titulares y las estadísticas de las ONG, cada uno con sus problemas, con su pasado y sus historias.

Familias que hasta hace tres meses, antes de que ocurriera nada, ya vivían y peleaban por abrir una rendija en el muro de la precariedad y la doble discriminación cuando, además, se habla de inmigración. Sus trincheras se levantan por todos lados, en todas las calles y bloques de pisos, cerca de los parques y plazas, arriba y abajo, pero no se ven.

René se acomoda en uno de los tres sofás del salón, hecho de retales sobados por muchas manos. Qué más da, es su hogar. “Yo jamás pensé que tendría que recurrir a la caridad, no sabía ni que existía».

A René le cambió la vida de la noche al día, al igual que a su mujer. Eran empleados bancarios en El Salvador, vivían holgadamente, sin lujos pero sin necesidades, con hipoteca, coche y con sus hijos estudiando en colegios privados y en la universidad, en un país donde la libertad no se tiene por derecho, víctimas de la extorsión y la violencia, el miedo y la inseguridad.

«Mi país está asediado por las pandillas. Me amenazaron con la muerte, ya había recibido dos extorsiones anteriormente y me habían dejado en banca rota porque si no pagas te matan, es así de difícil». La última vez, René ya no pudo pagar y tuvo que huir, dejando a su familia “a la voluntad de dios».

Inmigración, un viaje de ida

Llegó a España el 18 de febrero de 2018 «con dos maletas llenas de esperanzas», lo recuerda igual que los cinco días que le duró el poco dinero que traía. Solo, huyendo de la muerte, en una ciudad hostil, Madrid. «Hice de todo, limpiar carros y de repartidor, hasta que a través de un contacto llegué a Almagro y mi mujer y dos de mis hijos pudieron venirse un año después».

Cáritas les prestó ayuda durante mucho tiempo, con los muebles y utensilios de la casa, ropa y necesidades básicas. Reciben una vez al mes comida del Banco de Alimentos, ahora más asiduamente por el estado de alarma, y vales del Ayuntamiento. «Eso en mi país no existe, esa solidaridad la hemos conocido aquí y sin ella no podríamos vivir porque ahora todo está parado con la pandemia y René no puede buscar trabajo», comenta Ethel después de una larga jornada fuera de casa, sin dar de alta y con miedo a lo que pueda pasar. «Empezábamos a pensar que todo iba a ir a mejor, y ahora esto». Esto que los frena y los devuelve a lo más hondo de su trinchera.

En el salón comienzan a aparecer sus hijos, la niña fruto de su unión, y el resto de relaciones anteriores de los dos. Conquistan uno de los sofás cubierto con una vieja colcha. Fabiola del Carmen y Carlos Eduardo, de 11 y 18 años, fueron los primeros que llegaron en enero de 2019 con su madre.

Ella ocupa los días con la tarea escolar, aunque le cuesta, porque el nivel educativo en El Salvador, dice su padre, es muy inferior al español. Carlos Eduardo estudia el último curso de Bachillerato, toca la trompeta desde muy niño y ahora en la banda municipal. Quiere estudiar en el Conservatorio, hacer de la música una carrera de fondo. Si están en España es por ellos, por un porvenir mejor.

Inician una conversación sobre lo que es sobrevivir aquí y dejar de malvivir allá, hay palabras que cuesta pronunciar. “En El Salvador ser joven es un pecado, o eres pandillero o te matan. Y con las niñas de la edad de Fabiola te vienen a casa y te las piden para llevárselas y si te niegas, empiezan a matar a los varones, después a la mujer y el último a ti». René no quiere ni oír hablar de regresar. “Ya quemamos el barco. O le hago frente aquí o no hay otra, vivimos de forma muy austera pero andamos vivos que es lo que importa»

Jonathan y Kevin, de 13 y 21 años, entraron en España el 11 de marzo justo el último día antes de cerrarse el espacio aéreo por la propagación del coronavirus. «Teníamos mucho miedo de no llegar, ha sido bien difícil pero lo conseguimos, pero ya entramos en cuarentena y no hemos visto ni el pueblo». Kevin es el mayor, el que dejó a mitad el tercer curso de Diseño Gráfico en la Universidad de El Salvador. Ahora sí, ya son todos invisibles.

Pasan las horas y el ritmo del día a día en la trinchera infinita de los Castillo Medina lo marca la televisión que pugna con las riñas por el mando, las tareas de limpieza para mantener aseada la vivienda, con las conversaciones en otro acento, con las necesidades, con la balada triste de fondo de una trompeta.

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