Morir para contar

Pedro Ruiz y José Manuel Cañuelo se jugaron el tipo y la vida por la libertad y los derechos laborales. Fueron represaliados políticos en las últimas décadas del franquismo y pagaron con el exilio, la tortura y la cárcel su oposición. Ahora cuentan los días para la exhumación del dictador

De su cuello cuelga una cadena de plata y de ella un pequeño camafeo con la fotografía de su marido, José Manuel García Cañuelo. De sus ojos brotan lágrimas, de su mente una madeja de imborrables recuerdos que estructura como puede en frases que salen con amor y admiración por su compañero. También con rabia, según qué instante de la conversación.

En su corazón laten fuerte los sentimientos por él, sus hijos, el partido y sus ideales; el sacrificio, la justicia social, el compromiso y el comunismo. «Mi marido tuvo que huir a Francia porque era eso o que lo llevaran a la cárcel y lo liquidasen a palos y después, cuando se pudo, me fui yo con apenas 20 años, sin mirar atrás, sin saber cuánto tardaríamos en volver. Huimos a otro país, dejando atrás España y es un desarraigo que no se puede explicar».


Del cuello de él no cuelga nada. Es de sus hombros de donde prenden los tirantes que sujetan unos pantalones de pana. En su rostro hay una mirada noble, tranquila. Habla muy rápido y con un tono de voz bajo con el que envuelve cientos de historias de lucha, de resistencia, días y noches sin descanso, escapadas campo a través a la luz de la luna y reuniones clandestinas, hasta caer 23 veces preso.

Conserva intacto en la memoria el impacto de las patadas y puñetazos que Billy el Niño le propició en la cabeza, a sus espaldas. Se toca la nuca y señala: «Justo aquí me dada bien aquel día el hijo de puta, porque quería que firmara una declaración que yo no había hecho». Sólo fue aquella vez, pero ese sufrimiento a él le mereció la pena. «Luchamos por conquistar la democracia. Teníamos que hacerlo por conseguir para nosotros y los demás una vida más llevadera. Es algo que nada ni nadie, excepto la muerte, nos puede quitar».

Porfiria Rodríguez es la viuda de Cañuelo, referente sindical de las CCOO, concejal por el PCE en 1979, hombre de izquierdas, natural de Puertollano, fallecido en enero de 2018 a los 69 años. Pedro Ruiz es el histórico sindicalista que accionó la lucha por las mejoras salariales en la Calvo Sotelo, al calor de las huelgas de los mineros de Asturias de 1962. Pero por encima de eso, fueron hombres a secas que se jugaron el tipo y la vida por la libertad y una España mejor para todos.

De aquellos días sin tregua y noches de sueño velado en el exilio, de los golpes y encarcelamientos, que hoy parecen de película, ha pasado casi medio siglo. Unos años, en las décadas de los 60 y 70, en los que era difícil separar la actividad sindical con la militancia en el Partido Comunista. Tras el reciente aval del Supremo, ambos cuentan los días para la exhumación de los restos del dictador del Valle de los Caídos, el monumento que levantó para inmortalizar su triunfo en la Guerra Civil.

Las vidas de Porfiria y Pedro se cruzaron en aquellos difíciles tiempos del descabezamiento del PCE y de CCOO en todos los rincones de este país y quedaron unidas por las mismas causas, los mismos enemigos e idénticos objetivos, por la misma ideología. La reacción a la opresión sólo podía estar en tres partes: en el exilio, la clandestinidad o en la prisión, porque el cementerio, como hoy, no contaba entonces.

23 veces preso

Pedro Ruiz García tuvo que ser Pablo más de sesenta y cien veces, tantas como las que tuvo que huir y esconderse, cuando los derechos se ganaban en la calle a fuerza de palos, octavillas, huelgas y consignas. Ahora prácticamente no la pisa, casi no sale de su casa. En una habitación a modo de salita concentra un millar de vidas, rodeado por libros, publicaciones, recortes y fotografías antiguas.

Nació en Villanueva de Córdoba hace 83 años, pero ha vivido toda su vida en Puertollano. Hijo y nieto de mineros, es un hombre de ideología e inconformista, de firmes convicciones, de los que prefiere un instante de vida verdadera por corto que sea que permanecer en silencio una vida entera. «He sido un defensor y me moriré con las botas puestas, siendo defensor de mi clase. Nunca me equivoqué de filas, ni me voy a equivocar jamás».

En la España de los 60, en plena dictadura, no era fácil ser un reaccionario. Comenzó muy joven en la lucha sindical, con sólo 23 años. La primera vez convenció sólo a uno para colocar una bandera en la calle con la hoz y el martillo y en grande las letras de ‘Amnistía para los presos políticos’. Después atrajo a la causa a otros tantos más para fabricar un tampón en los talleres de la Calvo Sotelo con el que estampar octavillas. «No había libertad, había miseria y malestar y eso era un caldo de cultivo que desencadenó en la huelga general del 62. No estaba bien que los mineros, nuestros hermanos, estuvieran en la calle por sus derechos y nosotros fuéramos a trabajar». De atraer a unos cuantos, acabó convenciendo a cientos.

De las 23 veces que cayó preso, la mayoría dio con sus huesos en la Casa de Baños, otras ya en Ciudad Real, sobre todo por asociación ilícita. «Creo que me llegaron a tener miedo, el enemigo es capaz de acabar contigo si te percibe débil, pero si ve que no te importa la muerte porque tienes mucha gente detrás, te respetan. Eso sí, los interrogatorios eran tremendos». No odia a nadie, tampoco a ellos, no hay rencor en su corazón.

Se tiró siete años y medio en busca y captura, de los que dos los tuvo que pasar en el exilio entre Italia y Francia, el resto en Madrid, clandestino. «Yo no estaba escondido estaba peleando, organizando el movimiento sindical y cuando mis hijos me volvieron a ver ya no me reconocían». Gajes que él asumía.

No hay cabida en una sola vida para tantas huelgas, identidades, tantas reuniones a escondidas y tantos viajes, ni espacio en estas líneas. Empezó defendiendo mejoras salariales de 150 pesetas, oponiéndose junto a otros compañeros al cierre de las minas en el 70 y acabó fundando CCOO en la región hace 42 años, al tiempo que se oponía con su propia vida a un régimen y a un dictador que oprimía a la clase trabajadora. «Es que en aquel momento no pensaba en que me fueran a apresar, pensaba que España había que cambiarla. Claro que me gustaba seguir viviendo, tenía muchas ilusiones, muchas ganas, más que ahora porque nos han robado la esperanza, pero miedo a la muerte no le tenía. Me preocupaba la enfermedad y el dolor, pero la muerte no. Si tú estas ella no está y si ella está, tú no».

Aprendió mucho de aquellos tiempos que le tocaron, pese a perder la oportunidad de su vida de dedicarse a la abogacía. «Me considero un perdedor, pero no un derrotado. Fui abogado de otra manera, fui represaliado», junto a decenas de hombres y mujeres más en Puertollano.

Podría estar días enteros hablando de las cosas que le ocurrieron pero hace hincapié en un episodio de 1970, el que le empujó a él y otros muchos al exilio, cuando fueron detenidos a la entrada a Ciudad Real, a la altura del antiguo Hotel Paraíso, al regresar de una reunión de la dirección estatal del sindicato en Madrid. «La Policía Político Social y la Guardia Civil metralleta en mano se abalanzaron sobre el Seat 600 que habíamos alquilado, íbamos José Viñas, Flumencio Prieto, mi mujer Carmen y mi hija de 4 años y yo». Pedro Ruiz cuenta que los interrogaron durante toda la noche. «Me pegaron pero yo no decía nada, nos llamaban terroristas, tú dime por querer democracia y justicia. Así era nuestra vida».

Siete años en francia

«Sí, soy comunista, me tira mucho. Mis hijos no están bautizados y mis nietas tampoco, lo que viene siendo una familia normal», anuncia Porfiria para sentar las bases de una entrevista que sucede entre lágrimas y sonrisas junto a su hijo Iván. Su mente regresa a 1970, a la vida en casa de sus padres, semanas después de esa detención en el 600 que cuenta Pedro Ruiz. Su novio, José Manuel Cañuelo, dos años mayor que ella, trabajaba entonces en la refinería, ahora Repsol. Recuerda que se vivían años de tensión, alimentada por un temor más que fundado del cierre de las minas, sustento de una comarca entera.

El 15 de marzo de ese año, 2.500 personas salieron a la calle en Puertollano, al día siguiente 6.500, con la participación de mineros y obreros de otros pueblos al grito de ¡Trabajo sí, crisis no! «Mis padres no me dejaron sumarme a la huelga, pero había mujeres y niños». Las cargas fueron bestiales. El Gobierno ante la imposibilidad de cerrar las minas por la oposición de los trabajadores, envió a la ciudad minera un nuevo comisario e inspector de la Policía Político Social con la intención de desmantelar el PCE y CCOO.

Cañuelo «cotizaba al PCE», como su futuro suegro. Un compañero, Ricardo Gil, logró enviar en la pernera de los pantalones de su novia una carta avisando a Cañuelo y los demás camaradas de que se fueran porque iban a por ellos. «Llevaba sólo dos meses entrando a mi casa y tuvo que huir a Madrid por el campo a esconderse cuando recibió ese aviso. Me dijeron durante ese tiempo que lo habían visto por la sierra, otros que los habían cogido y yo sufría mucho y lo esperaba, soltera, con lo mal visto que estaba eso. Te ponían mal cuerpo».

A los seis meses, Porfi, como la llaman sus familiares y amigos, recibió una carta de Cañuelo. Era para ella y sus padres. Les explicaba que tenía que exiliarse, salir de España, que no se preocuparan. El cerco se había estrechado demasiado. Ambos continuaron su historia de amor en la clandestinidad, por carta, de puño y letra, durante los siguientes dos años. Sin poder verse. Hasta que en el 72 desde Francia envío una misiva a los padres de Porfi para pedir la mano de su hija. «Me mandó una dirección y con mis padres me fui a Francia, pero si el régimen hubiera sabido que yo era la novia no me hubieran dejado salir y todo hubiera sido muy diferente».

París fue el destino, con tan mala pata de una caída saliendo del metro, una brecha en la nuca y 12 días en el hospital. Así empezó Porfiria su vida en el exilio. De ahí en adelante cuatro años, el tiempo que la pareja tuvo que quedarse fuera. En París se casaron, con otros españoles como testigos, allí tuvieron a su primera hijo, Iván, allí realizaban reuniones clandestinas en un habitáculo que Cañuelo creó en la cocina de la casa partiéndola en dos, con otros miembros del partido. Allí empezaron a hacer una vida lejos de la patria, peleando desde fuera por el comunismo. «España era los que nos dolía, no poder estar en nuestro país con nuestras familias. Eso fue lo más duro». Su marido empezó a trabajar en una fábrica, ella limpiando casas, los días y las noches transcurrían en una libertad controlada.

No fue hasta la llegada de la Ley de Amnistía del 77, casi siete años después de su huida, cuando Cuñuelo, su mujer y su niño de unos cuatro años pudieron volver a la patria en un tren nocturno en la Navidad de ese año. «Algo tenía que llevar marcado mi marido en el pasaporte, alguna señal, porque cuando llegamos a la frontera con España detuvieron el tren y fueron a buscarlo al vagón y lo tuvieron horas interrogándolo sin yo saber qué pasaba. Al final nos dejaron continuar».

De su vida en Francia quedan las fotos, recuerdos imborrables de un pedazo de vida en tierra extraña. Porfiria llora, le cuesta hablar. «He sido muy feliz y cada día me acuerdo más de él, me ha enseñado todo, a pelear y luchar por lo que es justo».

José Manuel Cañuelo y Pedro Ruiz, junto a decenas de camaradas, fueron referentes en la lucha por los derechos de los trabajadores y la democracia en esta parte de España, represaliados, presos políticos, huidos, torturados y exiliados. Hubo un tiempo que no fueron quienes son, que tuvieron que prescindir de su identidad y su libertad «para conseguir mejoras para todos los demás cuando el fascismo era la arbitrariedad absoluta». Cuando morir para contar era lo que tocaba, porque era lo que había para poder avanzar.

Reportaje gráfico de Pablo Lorente