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Quijotes

Son jóvenes, trabajan y viven de la tierra que heredaron de sus padres y abuelos, utilizan Facebook y están sujetos a las normas y horarios que marca la naturaleza. Son la esperanza a la supervivencia de las pequeñas y despobladas aldeas de Ciudad Real, en las que la media de edad de sus habitantes ronda los 65 años

La calle del Río está vacía, a excepción de dos mujeres que hablan animadas a la sombra de un árbol. Una sujeta con una mano las bolsas llenas de comida de un ultramarino y la otra un trapo para limpiar los barrotes de las ventanas. Interrumpen su conversación. «Los más jóvenes de por aquí viven a la vuelta de esa esquina. Es una casa grande, muy hermosa», dice una de ellas. En la casa hermosa vive Loli Nieto que con sus 39 años es la vecina más joven de Los Quiles de Abajo, una aldea de apenas 120 habitantes que pertenece al municipio ciudadrealeño de Malagón, en la que la media de edad del resto de sus habitantes ronda los 60 años. Su vida en la burbuja en la que decidió quedarse y por la que día a día pelea para que no se rompa es plena. “Quizás con la crisis lleguen familias jóvenes para quedarse ¿no?»,  se pregunta en voz alta.

En su día a día conviven sentimientos de todo tipo. En los últimos seis años se han cerrado en Castilla-La mancha unas 60 escuelas con menos de diez alumnos. “Es un error porque ¿qué va a pasar con el mundo rural? Habrá familias que para que sus hijos no tengan que recorrer en un autobús 80 kilómetros a diario se trasladarán a la ciudad. Se va a dejar morir el campo. No se dan cuenta”. Reconoce que tiene miedo al futuro. “Algún día mis vecinos ya no estarán y si no llega gente nueva mi vida tal y como la conozco y la he montado aquí para mí y los míos desaparecerá”.

¿Es loco el que se empecina o el que no lucha por mantener viva la llama de sus sueños? Alonso Quijano enloqueció de tanto leer novelas de caballería y creerse caballero andante. Abandonó sus quehaceres de hidalgo manchego para lanzarse a protagonizar la gesta más hermosa y alocada de la historia de la literatura universal. Hoy ese loco tan cuerdo podría llamarse Fran y dedicarse a la cría de las abejas de su abuelo, que se hubieran perdido de no ser por su empeño; su fiel Sancho Panza podría ser Rubén y arar calladamente las tierras que heredó de sus padres en un anejo en el que sólo viven tres familias durante todo el año. Dulcinea bien podría ser vecina de Loli y tomar café juntas en el bar del pueblo mientras barruntan la mejor manera de hacer ver a los políticos que la educación es básica para el desarrollo y mantenimiento del entorno rural.

Las tierras baldías de La Mancha por las que el caballero de la triste figura sembró su legado están salpicadas hoy por ínsulas alejadas del ruido y las prisas, ocupadas por hombres y mujeres fuertes de espíritu y libres de ataduras materiales, sujetos a las normas y horarios de la naturaleza y la tierra, pero también usuarios de internet y de las redes sociales.

Utilizan wifi, móviles de última generación y redes sociales para atestiguar su presencia en el mundo, trabajan la tierra con las más avanzadas tecnologías aplicadas al riego y la ganadería y, con su voluntad de permanencia, mantienen vivas las 66 aldeas de Ciudad Real que recorrió en su rocín el enclenque caballero.

El 1,3 por ciento de la población ciudadrealeña – unas 6.800 personas – viven por nacimiento o decisión propia en estos anejos pertenecientes a 24 de los 102 municipios de la provincia. Pequeños pueblos salpicados por un extenso territorio y amenazados por la media de edad de sus habitantes. Pese a que la crisis y la falta de recursos en las ciudades ha motivado el retorno a la vida rural de muchas familias españolas, estas aldeas perecen a una velocidad preocupante. Los jóvenes que todavía quedan en estos pequeños gobiernos son su futuro, la esperanza al abandono de la tierra de sus padres y abuelos y el presente de estos remansos de paz abocados a la desaparición. ¿Locos? Son los últimos quijotes.

UN REGRESO FORZADO

“El retirar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza” (Don Quijote de La Mancha. I parte, capítulo XXIII)

Miguel y Adela abandonaron hace 40 años el lugar donde nacieron, una pequeña patria de apenas 50 habitantes, rodeada de monte y sembrados. Dejaron de lado la seguridad de lo conocido para buscar una oportunidad y un futuro en un Madrid inmenso y a primera vista, hostil. Con una maleta llena de aspiraciones y el sueño de lograr una vida mejor se hicieron hueco en la ciudad que años después lograron conquistar. Sin embargo, su hija Susana tuvo que regresar hace cuatro años a la aldea de la que partieron sus padres. Su maleta iba vacía de sueños, con la única esperanza de sobrevivir a una crisis que le ha arrebatado a ella y a su marido el negocio que levantaron juntos en Toledo.

Una barra de pan cuelga del tirador de la puerta de una casa de campo en El Bonal, un anejo a escasos diez kilómetros de Porzuna. La pedanía la forman 4 casas salpicadas a ambos lados de una carretera, sin calles, entre montes y extensas laderas. Los juguetes salpican el suelo de piedra del jardín, coronado por un tobogán y una mesa vieja de granito. Susana López abre la puerta. Dentro, en un pequeño salón oscuro y estrecho, están sus tres hijos, de 11, 5 y 3 años, y sus padres, que han regresado de Madrid para pasar unos días con su hija en la aldea. Susana nos acompaña a la mesa del jardín con cuatro cigarros en la mano, sus aliados en una conversación que gira en torno a su vida y el por qué de su retorno a la aldea.

Recuerda como si fuera ayer el día que tomaron la decisión de volver a la casa que sus padres mantienen en El Bonal. “Hace diez años montamos un bar en la Puebla de Montalbán (Toledo) pero la crisis pudo con él”. Se detiene y da una calada larga a su cigarro. “Hace cuatro veranos vinimos a la aldea para pasar las vacaciones y regresar en septiembre, pero avanzado el mes de agosto pensamos y para qué vamos a volver si el paro se ha agotado y no tenemos para pagar el piso. Así que el 3 de septiembre estaba matriculando a mis hijos en un colegio de Porzuna”. Aunque el trabajo escasea y se reduce única y exclusivamente al campo, Susana y José Luis, de 41 años, son felices en un entorno en el que no hay mucho gasto porque no hay nada qué hacer ni dónde gastar. “Se vive mejor aquí con menos que en la ciudad con más”.

La conversación prosigue entre moscas cansinas de un día bochornoso de verano y las voces de los niños. “El campo te tiene que gustar, a mí siempre me ha encantado venir los fines de semana y en vacaciones. Me he adaptado bastante bien, teniendo en cuenta que yo no he tenido otro remedio. Aquí no pagamos casa ni luz ni agua, porque se encargan mis padres y el autobús recoge todos los días a los niños. Ellos sí que disfrutan».

Las palabras salen a borbotones de la joven madre, que enciende su segundo cigarrillo sin quitar ojo a sus hijo. “El mayor inconveniente de la aldea es la movilidad, para todo dependes de un coche. Ahora que son pequeños no se nota pero cuando quieran empezar a salir vendrán los problemas, porque yo no tengo carné y dependo para todo de mi marido. Nosotros tenemos claro que queremos estar aquí, si hay trabajo claro”. Termina su cigarro, tira la colilla humeante y la pisa. “Es un paso hacia delante”, sentencia.

GUARDIANA DE LOS ANIMALES

“Es bueno mandar aunque sea un hato de ganado” (II parte. Capítulo XLII)

“La vida aquí es muy tranquila pero muy sacrificada. Yo vivo muy bien pero es cierto que no todo el mundo quiere esto”. Isabel Pérez García, de 54 años, nació, se casó y se quedó a vivir en El Bonal, cerca de la casa de Susana, y allí han nacido sus tres hijos, en una vivienda que levantó junto a su marido hace 32 años cuando todavía las canales y la luz eran una utopía en la aldea. “Nos conocimos siendo unos críos y decidimos quedarnos aquí porque había trabajo y porque nos gusta; vivimos tranquilos. Somos autónomos, tenemos vacas y cabras. Es lo que siempre hemos trabajado”.

No es muy alta, su cabello es de color caoba y sus ojos son redondos y expresivos. Isabel se levanta a las 7.30 horas y hasta las ocho de la tarde su vida consiste en el cuidado de los animales: 120 vacas y 125 cabras. “Si tienes fiebre te las apañas porque los animales tienen sus necesidades y hay que limpiarlos y darles de comer todos los días”. “Hay que quererlos como los queremos nosotros para poder llevar esta vida. Mi hija me dice que no sabe cómo no me aburro. Ella decidió irse a estudiar, mientras el resto seguimos en la aldea. Y yo le digo pero cómo me voy a aburrir hija. Me encanta leer y aprovecho cuando salgo con la furgoneta a cuidar de las cabras mientras pastan para leer o coser”. Un libro sobre el cuidado de los animales y Las memorias de la Duquesa de Alba son sus compañeros de andanzas. “Soy la guardiana de los animales (ríe). Mi marido trabaja para un almacén, yo tengo que cocinar para todos, comprar en el pueblo de al lado y dar de alta a los becerros que nacen, además de sacar a las cabras. No paro. Además, ayudo a la gente mayor de aquí con las compras y las medicinas”.

La agricultura es muy dura pero ahora hay que sumar la sequía. “Es normal que los jóvenes no quieran venir a vivir aquí. Nos cuesta 600 euros coger la aceituna y le saco la misma cantidad y el trabajo de tus hijos y tu tractor sale de tus costillas. No es rentable, pero hemos decidido vivir así y pelear por ello. Por narices seguimos adelante”.

La comodidad y las relaciones personales son para Isabel una gran ventaja de la vida en la aldea. “No hay maldad ni envidia como en las ciudades. No te molesta nadie. Vamos a Porzuna a tomar unas cañas y no echamos de menos nada. Nos vamos de vacaciones cuando podemos y ya está. Lo peor es quien no tenga carné porque aquí se depende del coche para todo”.

Por lo demás, sus hijos disfrutan de internet y de telefonía móvil, algo impensable para Isabel hace unos años. “La luz llegó cuando mi hija tenía 1 año, el 22 de octubre de hace 28 años. Nos apañábamos con el pozo y lavábamos a mano. El agua llegó a las casas cinco años después. Ahora, las nuevas tecnologías y las nuevas comodidades nos hacen más libres. Vivimos con menos prisas que en la ciudad pero es verdad que antes se vivía mucho mejor aquí, había más gente y más vida en la aldea. Eso duele”.

CON BASTÓN DE ALCALDESA

“Los deseos se alimentan de esperanzas” (I parte. Capitulo XIV)

Trece kilómetros de carretera estrecha y con bastantes baches unen el municipio de Viso del Marqués con la pedanía de Villalba de Calatrava, una aldea de colonización en secano construida hace 52 años. El pequeño pueblo sorprende en medio de extensos campos de cereal por su construcción exagonal que se asemeja a una colmena.

En este pequeño pueblo blanco viven Trini y Gema Abraham Verdejo, de 32 y 30 años, nietas de primitivos colonos a los que durante la dictadura se les cedió una vivienda y una parcela de tierra en la finca La Encomienda de Mudela, donde se asentaron núcleos de población como Villalba. Nos reciben en la casa en la que viven con sus padres. Son las vecinas más jóvenes del anejo, tras la marcha de sus tres hermanos a Santa Cruz de Mudela y Guadalajara. La mayor se convirtió en la primera alcaldesa de Villalba cuando su partido Ciudadanos por el Viso, escisión del PP, tomó las riendas del anejo en una legislatura compartida. “Mi padre ha sido alcalde pedáneo durante 12 años y yo quiero seguir luchando por las necesidades que tenemos y las que pueden venir. Mi objetivo es lograr que se asiente más gente en la aldea y crezca para poder seguir viviendo aquí”, explica mientras paseamos por el pequeño pueblecito.

Encontramos un colegio a medio construir, deteriorado por el paso del tiempo, con pintadas, ‘I love Villalba’, y escombros en sus aulas sin vida. “Hace unos años empezaron a levantar una escuela taller para jóvenes de aquí y alrededor y mira en lo que ha quedado, si la hubieran terminado Villalba sería otra cosa”, se queja Gema al lado de las canastas de baloncesto rotas.

En la aldea viven permanentemente cuatro familias. De las 50 ó 60 con sus respectivos hijos que vivían hace treinta años solo quedan casas vacías y fachadas de cal picadas por el olvido. “Es lo que más pena me da, ver cómo están abandonando las casas. Hay gente que se fue a Madrid y Ciudad Real y vuelve en verano pero muchas están para tirarlas y volverlas a levantar”, dice Trini. Caminamos por las calles desiertas. La alcaldesa se detiene frente a la parroquia. “Yo quiero cambiar las cosas”. Uno de los handicap de Villalba para su desarrollo, como el de otros pueblos de colonización de la provincia manchega, es que no pueden construir más de lo que ya está hecho, por lo que su expansión se circunscribe al número de casas actuales.

Continuamos por calles todavía sin urbanizar, imagen que se repite en la mayoría de las pedanías. “Nosotras sabemos que el día que nos vayamos de la aldea desaparecerá porque la gente mayor no estará siempre y no hay trabajo para los jóvenes. Nos da mucha pena y por eso seguimos aquí. Hemos trabajado en Santa Cruz y estudiado en Viso y nosotros no cambiamos esto por nada”, argumenta Gema. “Nos gusta la tranquilidad, la vida aquí es sosegada y cuando queremos actividad nos vamos a Valdepeñas o a Viso con nuestros amigos”.

Lo negativo para las hermanas son los momentos de soledad, que suplen navegando en internet. “Yo he creado el Facebook de Villalba de Calatrava y he encontrado a 80 personas que emigraron del pueblo y están repartidas por España. No estamos desconectadas del mundo. La vida en la aldea no significa desconexión, es un modo de vida… una actitud”, definen.

 APICULTURA Y CLASES DE INGLÉS

“Cada uno es artífice de su ventura” (II parte. Capítulo LXV)

Son las siete de la mañana. El sol empieza a vestir de verde los campos de vides y a dorar la cebada. Francisco Luis de Pradas, Fran, ya está en la puerta de su casa de Bazán, otra de las aldeas de colonización de Viso del Marqués. Nos da los buenos días, sube a su todoterreno y nos conduce hacia las colmenas de abejas que heredó de su abuelo. El viaje dura media hora por una carretera estrecha y con bastantes curvas. Se encuentra en plena castración del pequeño enjambre que tiene en propiedad y del que obtiene miel para consumo propio y obsequiar a familiares y amigos. “Esto no es un negocio y yo no soy experto pero me entretiene y me gusta y sobre todo lo hice porque no se perdiera la afición que tanto quería mi abuelo”.

El trabajo de Fran, de 37 años, fuerte y tímido, es la agricultura, ocupación que comparte con el resto de vecinos de Bazán, donde él y su mujer, Maribel Núñez Saavedra, una maestra de Inglés de 36 años, son el matrimonio más joven de la aldea. Ella, embarazada de una niña a la que llamarán Jimena, se acomoda en el sofá de su salón, en una vivienda de dos plantas con patio de labranza. “Esta casa con tantos metros sería impensable en una ciudad. Fran la heredó de sus padres y puesto que él tiene aquí sus tierras y teníamos casa decidimos quedarnos a vivir en Bazán”, explica.

Maribel es alta, con cabello negro y piel blanca. “Tú pregunta lo que quieras, no suelo tener muchas conversaciones con gente joven aquí” (ríe). Desciende de Santa Cruz de Mudela, donde conoció a Fran cuando tenía 18 años en las fiestas del pueblo. “Desde entonces no nos hemos separado, luego yo me fui a Ciudad Real a estudiar Magisterio por la rama de inglés, nos casamos y sus padres nos dieron esta casa para vivir y aquí nos hemos quedado. A mi me gusta esto”. Sujeta una tablet en la mano, donde lee diariamente las noticias, escribe emails a sus amigos y familiares y se mueve por las redes sociales. “La gente está equivocada con las aldeas, no estamos tan aislados. Podemos utilizar internet y eso nos iguala con las ciudades. La verdad es que yo solo veo ventajas hoy que todo gracias a internet está al alcance de las manos”.

Aunque nunca ha ejercido su profesión, Maribel suele dar clases particulares de inglés a los niños de los pueblos de alrededor, actividad que la mantiene ocupada. “Aquí una persona joven tiene muy poco qu ehacer, mis vecinos son mayores y aunque les ayudo en muchas cosas echo de menos gente joven, además yo no conduzco y eso se nota. Es una asignatura pendiente porque por ejemplo cuando empieza la campaña del cereal Fran está todo el día con la cosechadora y yo no me puedo mover de Bazán”.

UNA DULCINEA CON ASPIRACIONES

“La pluma es la lengua del alma” (II parte. Capítulo XVI)

En la pared de su salón cuelga un puzzle de 4.000 piezas. “Es una afición que engancha mucho, aunque los ojos se te ponen rojos”. Esperanza Hernández habla mirando el cuadro que cuelga en una de las paredes del salón de su casa en El Charco del Tamujo, una aldea de Fuente el Fresno de apenas 20 habitantes. Ella tiene 45 años y vive junto a su marido y sus dos hijas de 15 y 12 años en la primera casa que hay a la entrada del anejo desde su municipio matriz. Es una vivienda de una planta, grande, de decoración sencilla y muy personal, de hecho ese puzzle no es el único que cuelga de las paredes. Forman uno de los dos matrimonios más jóvenes que viven en la pedanía, donde la media de edad del resto de habitantes ronda los 70 años.

Alrededor de una mesa redonda con faldas, tapete y cristal, transcurre la conversación. Esperanza tiene un sueño, salir de la aldea y vivir en un pueblo donde no tenga que conducir 80 kilómetros para ir a conferencias, museos o al cine; participar en asociaciones y asistir a clases de poesía, su pasión.

“No me quejo de esto y me gusta mucho la vida aquí, pero echo de menos muchos servicios a los que no tengo acceso. La vida de una mujer en el entorno rural si no tiene coche es muy limitada tanto para nuestro desarrollo personal como profesional”. Esperanza es menuda y sus ojos se achinan cuando sonríe. “Añoro estar con más gente y hacer actividades. Los mayores como mi madre no entienden por qué me quiero ir y me dice que por qué con mi edad me voy a mover de aquí. Pero es que esta no es la vida que llevó ella. Antes una mujer se limitaba a hacer cosas de casa y a trabajar en la huerta con el marido, pero ahora las necesidades son distintas como distintas son las aspiraciones de una mujer. Cuando mis hijas se van a estudiar por la mañana y mi marido al campo yo me quedo sola todo el día, sin mayor oficio que la casa”.

Esperanza es una luchadora de los derechos de las aldeas, una activista rural. “Cuando algo está mal, como pasó con el semáforo que hay enfrente de mi casa, no paro hasta que consigo enmendarlo. He mandado escritos a la Diputación y al Ayuntamiento a pares. Ahora en El Charco se puede vivir pero hace unos años esto era inviable, sin internet ni televisión ni casi lo básico”.

Como la mayoría de las aldeas de menos de 100 habitantes de Ciudad Real, El Charco no tiene calles, ni plaza. Es un conjunto de casas salpicadas alrededor de una carretera. Estrechas e intransitables vías llenas de socavones y firmes irregulares que los aldeanos atraviesan diariamente para realizar sus compras, ir al médico o acudir a una farmacia.

A Esperanza no le sorprende que, tal y como pasara hace años con dos de sus hermanas que viven en Madrid, la gente joven se vaya de las aldeas. “Nos sentimos ciudadanos de segunda y hasta de tercera. Hay que pelear mucho para que nos hagan caso porque si ya es complicado para un ayuntamiento pequeño sacar recursos para un pueblo, pues imagínate para tres o cinco aldeas más”.

Y es que a las necesidades de estos pequeños núcleos, que van desde infraestructuras hasta la urbanización de sus calles y el arreglo de cuestiones básicas como canalizaciones y alumbrado, pasando por las malas comunicaciones, a través de carreteras angostas y parcheadas que distan de sus ayuntamientos hasta cien kilómetros en algún caso, se suma lo que puede constituir el mayor peligro para su supervivencia: la edad de sus moradores.

Loli recuerda que hace 30 años en Los Quiles de Abajo ella jugaba con muchos niños de su edad por las calles y hoy el 80% de sus habitantes supera los 60 años. Isabel, la única mujer que conduce en El Bonal, ayuda con la compra de víveres y medicinas al resto de vecinos, que ya superan los 70 años. Los hijos de Susana tienen que ir a Porzuna para poder jugar con otros niños; mientras que Esperanza, a sus 45 años, es la vecina más joven de El Charco.

Rubén y Oscar Palomares Sánchez, de 24 y 30 años, decidieron no estudiar y trabajar el campo en la aldea de sus padres, El Citolero, el anejo que su padre repudiaba cuando era joven. “Cuando me fui a la mili en el 75 decía que era de Ciudad Real porque decir que eras de una aldea era una deshonra y hoy esa aldea a la que yo renunciaba es el hogar y el pan de mis hijos”, dice Jesús Palomares, de 58 años. La vida cambia, tanto que ahora son ellos la única esperanza de estos lugares.