Morir cien veces

El 25 de mayo de 1939, veinte vecinos de Miguelturra fueron fusilados junto a la pared del campo de fútbol de Marianistas. Este episodio, como tantos otros, sirve para completar y escribir la historia de cada municipio. Hay personas que mueren una vez y fallecen cien en el corazón de quienes los lloran

Hay personas que mueren cien veces al día, infinitas en una vida. Las veces que sus seres queridos recuerdan su historia, hablan de lo poco que saben de ellos e intentan componer e imaginar sus últimos días para terminar de coser una herida. Por eso a Vicente no es la memoria la que le falla, son las palabras y las imágenes las que le faltan. No conoce las fechas exactas, los instantes precisos y los recuerdos de los momentos vividos por su tío, el marido de Luisa, la mujer de luto y pañuelo negro en la cabeza que se llevó consigo a la tumba la voz y las frases de su marido y aquellas instantáneas en sepia que daban cuenta de la mirada, la sonrisa y el semblante de Ramón León Nieto.

Gracias a la investigación que han llevado a cabo las historiadoras por la UCLM, la doctoranda Esmeralda Muñoz, y María Sol Benito sobre la represión en grupo como búsqueda de la ejemplaridad y la justicia del miedo, la familia de Vicente y otras 20 de Miguelturra están pudiendo juntar las piezas de su pasado, al poder tener conocimiento de aquello que sus abuelos, padres o tíos por miedo callaron durante muchos años esquivando preguntas, cerrando ventanas y bajando persianas. Es uno de los múltiples casos para la recuperación de la memoria en los que están trabajando numerosos investigadores, hechos de extremada violencia que ocurrieron en cada rincón de esta provincia tras el final de la Guerra y el inicio de una férrea represión del bando ganador.

Un juicio sin garantías

Ramón León Nieto fue uno de los 21 hombres con edades entre los 19 y los 49 años que sufrieron la represión contra quienes habían ostentado algún poder en los órganos de gobierno en la República a través del juicio sumarísimo de urgencia número 254 celebrado en su municipio natal, Miguelturra, el 19 de abril de 1939, 18 días después del final de la contienda. «Fue un juicio apresurado y severo, les bastaba con poco. Se les atribuyó el hecho de haber llevado a cabo una relación de bienes de los considerados desafectos del régimen e incluso de haber participado en ‘delitos de sangre’. Todos menos uno fueron condenados a penas de muerte y exentos de cualquier garantía procesal por odio a sus acciones previas y durante la Guerra Civil y su compromiso con la causa republicana».

Habla y llora. Hace despacio las dos cosas. Vicente Muñoz Aranda tiene 76 años y un pañuelo de tela con el que arrastra el agua atrapada en unos ojos que no cesan de parpadear, mientras recuerda aquel velo negro con el que su tía salía siempre a la calle, con el que vivió casi recluida, sin que hubiera habido manera de que hiciera otra vida. Lo poco que sabe sobre el destino de su tío lo escuchaba prácticamente a escondidas. «Al marido de mi tía lo fusilaron después de la Guerra junto a más hombres de Miguelturra, Luisa era hermana de mi madre y fue como una abuela para mí porque era la mayor. Decía de su marido que era muy bueno y que la trataba muy bien y es lo único que sé de él, lo poco que ella y mi madre contaban». Lo poco que escuchaba siendo muy niño en aquellas tardes oscuras y frías del hambre, de la mujer que empezó a formar parte de sus días y noches al quedarse sola en la vida, sin nada que llevarse a la boca.

El fusilamiento conjunto de estos vecinos de Miguelturra se produjo el 25 de mayo, un mes y seis días después del juicio presidido por militares. Se produjo al alba, a las afueras de la capital, junto a la pared del campo de fútbol de la congregación de los Marianistas en Ciudad Real. Allí fueron ejecutados Ramón Cano ‘El de la China’, Florencio Casas, José Díaz, Felipe Donate ‘Cuchilla’, Alfonso y Damián Fernández, Manuel García, Lorenzo González ‘El de la azafranera’, Antonio Hervás, Leandro León ‘Ferreiro’, Manuel y Ramón Nieto, Julián Martín ‘El boqui’, Encarnación Martínez, Jesús Molina ‘Habichuela’, Wignerto Muñoz, José maría Planas, José Sánchez ‘Chato de cola’, Luis Segura y Emilio Serrano. Todos menos Gregorio Céspedes que fue condenado a reclusión perpetúa.

Tras meses de entrevistas y trabajo en archivos, las autoras de esta investigación todavía no han dado con todos los descendientes de estos hombres. Algunos familiares pudieron recibir una carta pero otros no supieron de su fusilamiento por la premura en la que se llevaron a cabo los asesinatos. La mayoría fueron jornaleros, albañiles y campesinos y sólo una pequeña parte industriales, exceptuando al que fuera alcalde en aquella época Antonio Hervás Blanco, propietario de una destilería de renombre nacional y de gran tradición familiar. Él fue visto ejecutar por su propia esposa y un hermano de ésta y, sin que nadie se diera cuenta, por su hija Hortensia, que con 11 años se escapó y presenció, para no olvidarla jamás, su ejecución. De todos los fusilados, sólo el cuerpo de Antonio fue recuperado por su familia justo después del fusilamiento, gracias a la intervención del párroco del pueblo.

Vicente camina por el cementerio de Miguelturra hacia la tumba de sus padres Alfonsa y Felipe, la misma donde su tía Luisa descansa con su marido Ramón. Al resto de ejecutados los enterraron juntos en una fosa común, al lado del camposanto de Ciudad Real, a algunos incluso les echaron cal y no fue hasta abril de 1972 cuando empezaron a sacarlos para entregárselos a sus familias. «Con el dinerillo que le dieron de un olivar que le había dejado su marido, mi tía le dijo a mi padre ve y traémelo que lo entierre», cuenta Vicente. En la lápida, dentro de un pequeño marco ovalado, hay una fotografía de Ramón León, con la gorra de miliciano. Una imagen detenida en sus 37 porque no le dio tiempo a tener más historia. Aparece junto a una octogenaria. Es su mujer Luisa Aranda Martín, con la que hubiera quizás envejecido.

A ella, dice su sobrino, la vida se le acabó cuando acabaron con la de él. Luisa tuvo que recurrir a la ayuda familiar y al estraperlo para poder sobrevivir. Vendía huevos, Vicente recuerda haber ido con ella a hacerlo. Semanalmente y andando por la que es ahora la carretera entre Ciudad Real y Miguelturra los llevaba a las casas particulares de la capital con su pañuelo negro, siempre en su cabeza puesto. Era el mismo trayecto que caminaron sus hermanas aquel 25 de mayo de 1939 para llevarle a Ramón la última carta que leería de Luisa. Sin poder imaginar que escucharían mientras andaban hacia él los disparos del pelotón de fusilamiento contra el corazón de los veinte.

Manuel y Liseduta

En vísperas del día de Todos los Santos el cementerio de Miguelturra es un hervidero de flores y rostros desencajados por el frío y la lluvia, la pena y el silencio. Cada uno con su historia, cada persona con la muerte en su mente y la mirada en las tumbas de los demás. Muy cerca de la lápida de Ramón León, sobre la que Vicente posa su mano, la historia se abraza. Prado, Fernando y Estrella Campayo, los nietos de Manuel León Nieto y Liseduta Muñoz Donate, colocan flores en la lápida de sus abuelos. Manuel era hermano de Ramón y fue otro de los veinte ejecutados con 34 años el mismo día, a la misma hora y en la misma pared. «Mi abuela nunca quiso contar nada, de hecho hasta los 9 ó10 años hemos vivido pensando que su segundo marido era nuestro abuelo, fue entonces cuando empezamos a hacernos preguntas». Manuel muere también cien veces al día desde aquella fatídica madrugada, tantas como sus nietos cuentan y recuerdan su historia.

Veneran a la persona de Liseduta, a la mujer que de pocos meses embarazada y con tres hijos fue torturada y encarcelada días después de la ejecución de su marido. «Nosotros pensamos que habían sido tres años los que había estado en penales pero nos hemos enterado por Esmeralda y Marisol que fueron cinco, entre Carcagente y Tarragona, de hecho su bebé Fernando falleció en una de esas cárceles y los tres hijos que le quedaban, entre ellos nuestra madre Justa, fueron criados ese tiempo por familiares que no querían ocuparse de ellos. Mi abuela recibió palizas, fue rapada y sufrió mucho, por eso nunca ha querido hablar de aquellos años». Liseduta es un ejemplo de la cruel represión que sufrieron durante décadas las mujeres y los hijos de los ejecutados.

Muchos de los veinte fusilados en la primavera del 39 habían sido miembros del Comité de Defensa Local, mientras que otros no llegaron a ostentar cargo alguno, simplemente mostraron su simpatía a la República. «Ramón fue un firme defensor del reparto de trabajo y de llevar la justicia social a los desfavorecidos, por eso no dudó en ponerse al frente de la Sociedad Filial de Trabajadores de la Tierra de Miguelturra». Junto a su hermano Manuel fueron destacados miembros de la UGT local, vinculados al Partido Socialista Obrero Español y a la izquierda republicana, al igual que Liseduta. Por eso, a uno de sus tres hijos, a Saturnino, le intentaron llamar Lenin. «Ella quiso silenciar todo aquello, no quiso contarnos nada, ni volver a hablar nunca más de ideas políticas. El miedo la calló, no porque no quisiera recordar a su marido sino para evitar más represalias».

Sus nietos han oído poco pero han observado mucho. Se acuerdan de cuando había una manifestación en la calle y ella cerraba todo y agachaba la cabeza y siempre les decía que no se metieran en política, que bastante habían sufrido. Cuentan que el día que fueron a detener a su abuelo y se lo llevaron en un camión, Manuel le dijo a su mujer: «¡Qué razón tenías compañera!» Porque días antes le había pedido que huyeran a Francia con sus hijos como otros tantos vecinos de la villa. Fernando, el mayor de los tres hermanos junto a su melliza Prado, de 55 años, guarda en su memoria el día del anuncio por televisión de la muerte de Franco. Él tenía 12 años y vio a su abuela llorar sin medida ni consuelo. «Fue llamativo porque a su lado estaba mi abuelo, su nuevo marido. Él lloraba por la muerte de Franco en sí y mi abuela días después me dijo: un día sabrás lo que es llorar de felicidad».

Se emocionan y las palabras y los recuerdos hacia la mujer que más han querido y admirado se agolpan en sus gargantas. Entre los tres consiguen arrojar los adjetivos con los que definir a Liseduta, y con ella a la mujer de la época. «Fue una luchadora, una mujer que sufrió lo indecible para recomponer su vida, sin rencor alguno, sin pretender ninguna revancha, por eso estamos tan agradecidos a que salga a la luz este caso; porque es un homenaje a ellos, para que no caiga en el olvido tanto sufrimiento y se nos devuelva a nosotros nuestro derecho a la memoria».

El régimen consideró a los 21 «peligrosos», como al resto de miles de represaliados en la provincia de Ciudad Real, de España. «Hombres excesivamente politizados que era necesario exterminar». A muchos, por su edad, como el alcalde Antonio Hervás, que fue ejecutado con 49, les dio tiempo a regalar decenas de vidas, a otros como Ramón le arrebataron la posibilidad de dejar descendientes. Ninguno temía ni podía imaginar lo que les iba a pasar, de hecho ninguno de ellos huyó, plenamente convencidos de su inocencia y de la defensa de sus ideas.

Los 21 de Miguelturra no aparecen en ningún libro pero son parte de las muchas vidas que quedan por reconocer y recuperar para componer la historia de cada municipio. Es el resultado de una de las muchas líneas abiertas en la provincia por historiadores y antropólogos que llevan años trabajando para recuperar y resarcir la memoria de esta tierra. Entre ellas, los crímenes de género contra las mujeres durante el franquismo, resultado de una investigación de dos años en municipios de toda España comoHerencia, por el equipo en el que se encuentra la doctora en Antropología, natural de este municipio, María Dolores Martín-Consuegra. Violaciones continuadas contra las mujeres a las que se les obligaba a raparse y tragar aceite de ricino y a realizar paseillos por las calles semidesnudas. «Yo nunca había oído hablar de eso, pero durante veinte años después de la Guerra muchas mujeres, sobre todo pobres o de familiares que habían mostrado simpatía con la República, eran violadas, se le llamaba ‘levantarse el mandil’ y tuvieron hijos de sus violadores. Durante toda mi vida he vivido entre víctimas y sus verdugos sin saberlo», explica Martín-Consuegra.

«Rencor no, sucedió, qué vamos a hacer ya. A mi madre y a mis tías les quitaron toda la dote, las dejaron sin nada se les llevaron hasta las bombillas, pero nunca he visto odio en la familia. Se vive con ello y se recuerda a los muertos y contando lo que pasó se les hace justicia», dice Vicente con su pañuelo en la mano. Hay gente que muere una vez y fallece cien en la corazón de quienes los lloran. Tantas veces como sea necesario hasta sanar y cerrar la herida abierta en su memoria.