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Los rotos de la crisis del textil

Isabel y Carmen Cañas llegaron a emplear entre 1980 y el 2000 a unas 200 costureras en sus dos talleres textiles que conservan sin actividad en Tomelloso, época en la que se registraron 85 locales más, ya desaparecidos, con 2.000 trabajadores • El 95% eran mujeres que se recolocaron «como pudieron» en la hostelería y la limpieza»

Cada vez que Isabel Cañas entra en su frío almacén de la calle Socuéllamos cree escuchar el ruido tan característico de las máquinas de coser. Le parece ver a Encarnita en la suya, a Concha y a Emi, a Carmen ‘La patita’ y a la cortadora de tejidos. A todas las ‘chicas’ de una plantilla de 104 mujeres y tres hombres que llegó a tener trabajando entre principios de los 80 y el año 2000 en su taller de confección, la empresa que levantó junto a su marido Casimiro Palacios en 1974, cuando las puntadas de la moda española se daban dentro de nuestras fronteras, en naves de cemento iluminadas con fluorescentes blancos salpicadas por toda la geografía del país, y en tantos y tantos hogares donde ‘la Singer’ era una más de la familia.

Pablo Lorente

El taller de Isabel y el de su hermana Carmen, en la calle Colón, son los únicos que se conservan, sin actividad alguna, de los 87 que llegó a haber hasta la entrada de los 2000 en Tomelloso, epicentro de la actividad textil de la provincia. No quedó ninguno en pie, cayeron todos y en su lugar se han abierto otros negocios o se han levantado edificios. Como si nada hubiese pasado, como si la crisis del textil de los 90 no hubiese roto los proyectos de vida y futuro de las 2.000 personas – el 95% mujeres- que trabajaban en estos talleres, a las que había que añadir las costureras que sin estar dadas de alta cosían en sus casas para las principales marcas de moda españolas, miles según Cañas.

Estas mujeres llevaban su labor ya terminada y recogían la nueva en plena calle, donde aparcaban los camiones que llegaban de Madrid cargados con jaulas de tejidos, «les pagaban por prenda, sin seguros ni altas a la Seguridad Social», explica Isabel mientras abre la puerta de hierro de la nave de 3.000 metros cuadrados que dio cobijo durante 30 años a Confecciones Cándido Palacios, uno de los últimos supervivientes de la otra crisis, la del textil.

Una luz muy tenue quiere iluminar un primer espacio diáfano ocupado por sillones y sillas obsoletas, cajas y estanterías de metal. Éste era el lugar donde se colocaba la ropa acabada y planchada, lista para cargar en los camiones de las grandes marcas que llegaban a diario a recoger la faena. Aquellos años en los que el Corte Inglés pagaba 1.200 pesetas por cada cazadora de niño.

Isabel tuvo la oportunidad de vender la nave hace unos años a un promotor que quería levantar pisos, pero tenía todas sus máquinas dentro, que luego fue regalando, y no se vio «con fuerzas», le dio pena. Ahora lamenta que ese tren no vuelva a pasar. Mientras, su hijo lo utiliza para los ensayos y montajes del grupo de teatro local del que forma parte, por eso hay tanta farándula en los rincones de la nave, además de un par de remolques y un tractor que la familia emplea en las labores agrícolas de su finca.

Ella acude al almacén al menos una vez a la semana a cortar camisas y los encargos que sigue recibiendo en una pequeña tienda de arreglos de 15 metros cuadrados, que abrió en la misma calle cuando cerró el taller a mediados de la primera década de los 2000. «Tengo 64 años y me he dedicado toda la vida a esto, no podía dejar de hacerlo», confiesa.

A la derecha hay dos habitaciones que fueron los despachos de su marido y de ella, «hasta arriba de polvo y trastos». Al fondo y tras una cortina oscura se accede a una habitación de unos 500 metros cuadrados donde Isabel llegó a tener más de cien máquinas de coser. Hoy sólo hay una docena colocadas en dos filas, con las canillas de hilo todavía puestas, como si las «chicas» de Casimiro Palacios las hubieran utilizado ayer mismo. «Parece que las estoy viendo, cada vez que vengo me pongo mala, es muy duro, no sólo porque ganáramos dinero sino por el trabajo que dábamos a tantas mujeres que no tenían otra formación».

Isabel todavía tiene relación con cada una de ellas. «Sabían lo que estaba pasando y lo veían venir, lo veíamos todos desde el año 95 cuando abrieron aranceles con China, lo peor es que algunas tenían una edad muy complicada». El destino de muchas fueron los bares y restaurantes, aunque la mayoría acabó en la limpieza doméstica y algunas, las que pesan como una losa en la conciencia de Isabel, no encontraron nada y se enfrentaron a momentos personales muy difíciles.

Isabel recorre la nave con los ojos acuosos, se para en cada detalle; en las cajas de botones y corchetes y en el millón de cremalleras que quedaron atrapadas en esas paredes; enreda recuerdos en la sala de mil hilos y se le agolpan frente a las telas deshechas y sucias las palabras para tejer anécdotas de toda una vida. Hasta dar con su mirada resignada en el corte, el gran corazón mecanizado del taller que les costó instalar 32 millones de las antiguas pesetas y continúa allí, impávido.

«Nos han cambiado por jamones»

Pablo Lorente

La historia de su hermana Carmen corre paralela. Tiene 72 años y cerró su taller al lado de la estación de autobuses en 2006, en el que llegó a emplear a 88 mujeres. Hoy está ocupado por un edificio de viviendas. Juntas inauguraron en el 72 uno de los primeros talleres textiles de Tomelloso, el que Carmen conserva en la calle Colón. En su interior se ha detenido el tiempo, excepto por la vida que le inyecta Mari Sol, una gata gris de ojos azules que corre por una habitación con máquinas amontonadas y patrones de papel colgados en perchas.

«Cuando yo vi por la tele que diseñadores y empresarios del sector se subían con Aznar a un avión para visitar fábricas en China dije: ¡Ya está, nos han cambiado por jamones!», cuenta Carmen, una mujer que con sólo 17 años viajaba sola a Madrid a contactar con los grandes fabricantes para captar clientes que le dieran labor a su taller.

Junto a su hermana ha estado muy comprometida con las demandas históricas de Tomelloso e involucrada en la vida asociativa de la ciudad, activismo que en el caso de Isabel le llevó a encabezar la Plataforma de la Mujer en Defensa del Sector Textil-Confección con otras cooperativas de la comarca para la defensa del empleo en este sector, movimiento que desplazó a más de 3.000 personas a Toledo en 2005 para reclamar en la calle soluciones a la crisis del textil.

Ambas llegaron a coser para las mejores marcas. A sus talleres llegaban cada día camiones con tejidos del Corte Inglés, Vestilínea, Rafael Elvira, Equipomoda, Malboro, Lois o Inditex. Entre 1998 y el 2000 «la cosa se puso muy fea». Isabel se quedó con apenas 40 costureras y Carmen con muchas menos, la producción se iba a China y a Marruecos. «El primero en irse fue el Corte Inglés, esos no esperaron. Otras marcas aguantaron un par de años pero nos empezaron a reducir el precio por trabajo hasta ser inviable. Si antes por la misma prenda te pagaban 9 ó 15 euros, pasaron a 3 y 6, y con eso no podíamos mantener seguros sociales, sueldos y la maquinaria», describen.

Isabel intentó subsistir cosiendo tiendas de campaña para el ejercito y su hermana con ropa infantil, que hoy cuelga en percheros con bolsas de su taller. El sueño se desvaneció para ellas y para los dueños de otros talleres locales como Pedro Lara o Félix Huertas. Los años en los que planchaban 5.000 pantalones diarios para Rafael Elvira o cosían a la semana 16.000 pantalones desmontables modelo Coronel Tapioca no volvieron. Nunca regresarán. La globalización cortó de un tijeretazo los hilos que sujetaban su porvenir.

Reportaje gráfico: Pablo Lorente www.pablolorente.com

Publicado en La Tribuna el 29 de enero de 2017