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El latido constante de la ciudad

En pleno corazón de la capital el mercado de abastos capea las consecuencias de una de las peores crisis de las últimas décadas, el envejecimiento de su clientela y la competencia de supermercados y superficies comerciales. Entre sus retos, la atracción de un público joven y el relevo generacional. La calidad y proximidad son las bazas de los comerciantes

Cerrado a cal y canto el mercado de abastos posee en su interior esa atmósfera de quietud y silencio en el que el tiempo parece haberse congelado dentro de sus cámaras frigoríficas. Un lugar que a primera hora de la mañana huele a productos de limpieza y en el que no hay rastro de vida humana ni de animales muertos del mar y la tierra. Los 68 puestos organizados en forma de U están revestidos de baldosín blanco y cerrados por persianas de hierro con grandes letreros y ganchos metálicos que cuelgan de las paredes y que más tarde sujetarán costillares, ristras de chorizos, jamones, mandiles, notas de encargo y pimientos secos. Los pasillos son de baldosa marrón y blanca y hay columnas con espejos y en mitad del espacio, partiendo la U en dos, una barra de bar con estanterías de metal, Anís del Mono y Ponche Caballero.

La mañana marca las 7.00 horas y tres furgones enfilan en solitario la calle Morería, tuercen por Postas, continúan por Reyes y acaban accediendo al edificio blanco y granate de forma trapezoidal por una de las dos puertas del parking de la calle Borja. Manuel y Jesús, oficial y operario del Ayuntamiento, ya están en sus puestos. Han dado luces, han abierto puertas, han encendido el sistema de refrigeración del inmueble y han puesto música.

Falta una hora para que el corazón comercial de la ciudad empiece a latir un día más en el edificio en el que se alojó a principios de los 50, tras su traslado desde el lugar que ahora ocupa la Subdelegación del Gobierno, mientras en las arterias del centro neurálgico de la capital no hay ni un alma y sólo se escucha el trinar mañanero y el sonido del agua a presión de las máquinas barredoras.

De los furgones empiezan a bajar mercaderes. Es muy temprano y todavía cuesta hablar. Los que ya han llegado callan, luego hablarán, se afanan en los suyo, salvo Pilar Calle, frutera, que pone la nota dicharachera a un miércoles atípico. «Mañana es el día de la región así que puede que venga la misma cantidad de gente de todos los miércoles o que no demos abasto ¡Ojalá sea lo segundo!». Lleva en el mercado desde que tenía 14 años cuando ayudaba a su madre en el puesto de Frutas Pili que hoy mantiene junto a su marido.

En pleno epicentro de la capital los comerciantes del mercado de abastos, algunos de tercera y cuarta generación, capean las consecuencias de una de las peores décadas que les ha tocado vivir en el mercado. La apertura ininterrumpida desde mediados de los 90 de grandes supermercados y superficies comerciales, la crisis que ha tocado los bolsillos del que más y el que menos y el envejecimiento de su clientela de toda la vida deja abierta la puerta a dos grandes retos: atraer público joven y el relevo generacional. «Unos lo tienen y otros no y para 2020 habrá como unas ocho jubilaciones más», cuenta Manuel, que lleva abriendo y cerrando el mercado desde hace 32 años, un hombre que conoce los entresijos del peculiar mundo que es la despensa central de Ciudad Real. Un lugar que pese a las dificultades ha mantenido un latido constante a lo largo de casi 70 años.

Los propietarios de los 48 puestos que tienen actividad empiezan a colocar sus vitrinas. Nada se deja al azar, la fruta tiene que estar bien dispuesta, con los productos recién llegados de la huerta visibles, como manjares de los dioses. Pilar tiene huerta por eso siempre cuenta en su puesto con fruta y verdura de temporada. «Quien prueba la fruta en el mercado repite, sabe que se lleva calidad». Los pescaderos distribuyen el hielo y los polleros y carniceros empiezan a afilar su instrumental para filetear y deshuesar las piezas. Los gremios de comerciantes que integran el mercado de Ciudad Real están directamente relacionados con los productos de alimentación que se producen en las tierras de alrededor y las comarcas aledañas.

Compiten con los supermercados sobre todo «en calidad» y por supuesto en conocimiento del percal, cada uno del suyo. «También en cercanía y proximidad con el cliente, les asesoramos y les damos a probar», explican con rotundidad Félix Aranda, charcutero desde hace 38 años en el mercado y Josefa Román, pollera, mujer del pollero Blas Rodrigo, en el puesto 29. En seis años se jubilarán y ellos no tienen relevo. «Nunca nos ha faltado nada y aunque ha habido épocas malas, la verdad es que no nos hemos tenido que plantear nunca dejarlo, es nuestra vida y nos encanta». Blas Rodrigo empezó a los 14 años con sus padres y Josefa era hija de una clienta fija que iba a comprar al puesto. «Con 17 se fijó en el pollero y nos enamoramos y aquí seguimos los dos», protagonistas de una historia de amor entre pollos amarillos, blancos y salchichas que no es única. Pilar la frutera y Rafa Fernández también eran hijos de fruteros y también unieron sus vidas y sus puestos por culpa del mercado.

Jesús, de La frasca, que tiene la concesión del bar del mercado, empieza a colocar en el mostrador de cada puesto el café de cada uno. «¡A ver, que Carlos de Villaseñor no lo toma así!», le advierte Manuel. «Normalmente está la chica, yo vengo sólo algunos días por eso no me acuerdo de todo», responde. La mayoría de sus clientes son los propios comerciantes. «¡Y eso que sacamos bandejas de tapas riquísimas! Pero date cuenta que la mayoría de gente que viene a comprar es mayor, como mucho que se tomen un café».

Los más jóvenes

En el pasillo de acceso por la calle Reyes están los tres puestos de los dos mercaderes más jóvenes y el de frutas de Jesús Ángel Calle, que a sus 48 años representa la cuarta generación de su familia con puesto en el mercado. «Mi bisabuela fue la primera en 1945 con fruta y verdura de la huerta y siguieron mis abuelos, mis padres y ahora yo y no lo cambio, el trato con el cliente es lo más valioso». Enfrente reside la carnicería de Carolina Rojas. Tiene 28 años, empezó con 18 y viaja a diario a El Robledo donde vive, ha heredado el puesto de sus padres y es la tendera más joven del mercado. Le ha costado que los clientes la traten con respeto, la ven joven y piensan que no conoce el producto, hasta que se pone en faena. «El cliente del mercado de abastos es muy exigente y eso nos hace mejorar a nosotros».

Colocando el pan en su puesto de comestibles se encuentra José Manuel López. Tiene 35 años y accedió a su puesto hace cinco. En su caso no procede como la mayoría de ninguna familia de comerciantes, José Manuel se dedicaba a la construcción y la crisis dio al traste con su futuro en el ladrillo. El puesto le permite no tener que depender de sus padres, «que no es poco». «He conseguido hacerme ya con clientela fija que espero que vaya en aumento, cuesta mucho eso sí».

Las fruteras María Ángeles Calvo, de Frutas Paquito, y Pilar Calle hablan de los precios, de lo que necesita el mercado y de la crisis. Depende de los metros así se paga al mes. «El mío me cuesta 210 euros», dice una; «yo como tengo uno pequeño pago 80», dice la otra. Reivindican un parking más grande o que el Ayuntamiento les facilite plazas aledañas para estacionar mientras descargan. El aparcamiento del mercado dispone de 60 plazas públicas y prácticamente las ocupan ellos con sus furgones y coches. «Más aparcamiento ayudaría a que la gente que no vive en el centro pueda venir a comprar».

En este asunto no está de acuerdo el pescadero José Ramón Ruiz. «¡Si nosotros descargáramos y sacáramos antes de las 8 nuestros furgonetas ese problema no existiría, pero eso lo hemos hecho cuatro!». Un pescadero que es también peluquero y delineante y que hace 25 años dejó las tijeras y se volvió de Madrid para continuar con el puesto que dejaba su padre al jubilarse. «No me arrepiento y no lo cambio por nada. Lo peor es que cada año noto que va un poco peor, la gente que siempre viene se está muriendo».

Apertura

Dan las 8.00 horas en el corazón de abastos de Ciudad Real. Jesús y Manuel abren las puertas al público. El olor a carne, embutidos y pescado empieza a impregnar el lugar. Todo el mundo está en sus puestos, auténticos bodegones de colores y sabores intensos. Eugenio Córdoba es uno de los primeros clientes en entrar por Postas y se para en el puesto de frutas de Pilar. «Llevo 32 años comprando a diario en el mercado, tengo una cafetería y para mí esto es tranquilidad de que el producto que me llevo tiene la calidad que yo quiero ofrecer».

Los comerciantes entienden que los jóvenes de ahora tiene una cultura distinta de comprar a la de sus padres y abuelos «porque no conocen el género». En el mercado la gente se tira su tiempo eligiendo, comparando y cambiando de puesto. Es como un ritual, una cultura de comer fresco, de temporada y sano que empieza en el mercado de abastos y acaba en los fogones.

Hay quienes hablan de la necesidad de reinventar de alguna manera la instalación con nuevos servicios que atraigan nuevos estómagos, porque todos vuelven a coincidir en que la pareja joven que compra allí repite. No sería la primera vez que el edificio se somete a una reforma desde su apertura, la última se produjo en 2001, para instalar todos los puestos en la planta baja que antes ocupó la lonja.

El mercado comienza tímidamente a bullir en el último miércoles de mayo. En cada puesto se da rienda suelta a un hervidero de conversaciones y comentarios en torno a la vida y al género. «¡A cómo salen los tomates del terreno¡ ¿La sandía estará dulce, no?» Eso en el puesto de la frutera, que despacha fresas y pimientos mientras se entera de que el hijo de su clienta y la novia se quieren comprar un piso. «Las pechugas de pollo me las fileteas y el conejo en trozos para el guiso… Sí, los salmonetes también limpios». Y así hasta el último puesto de los tres pasillos y así hasta el último minuto de un día en el corazón de la ciudad.

 

 

Reportaje gráfico de Pablo Lorente www.pablolorente.com

Publicado en La Tribuna el 3 de junio de 2018