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Héroes de la escuela diminuta con tiza blanca

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Cada curso es un milagro por la pervivencia de los colegios de las 42 pequeñas localidades y aldeas de la provincia, donde muchos maestros son auténticos activistas de la escuela rural del cooperativismo, la cercanía y la colaboración

En San Benito vive Marta la boticaria, la familia de Antonio el del bar; los de Evaristo El Retrata y los hijos y nietos de Carapalo y Saisote y desde septiembre también Samuel, el maestro. Así conocen a este almagreño de 28 años y así lo saludan cuando se deja ver por alguna de las 30 calles de la aldea del Valle de los Pedroches, más cordobesa que ciudadrealeña aunque dependa de Almodóvar del Campo, a 65 kilómetros de distancia.

Es el único docente de los nueve niños del pueblo que acuden a la escuela unitaria de San Benito. Imparte la lección con una bata blanca con su nombre bordado por las manos de su madre en hilo azul. Alto, moreno y delgado, resopla cuando se le pregunta cómo organiza las clases para niños desde los 3 a los 12 años en la misma aula y ríe cuando tiene que responder a qué dedica su tiempo libre en una aldea de 200 habitantes.

«Los miércoles y los jueves por la tarde nos da clase de bachata y nos lo pasamos de vicio ¿Verdad que lo hacemos bien Samuel?» Son las dos de la tarde y un grupo de mujeres acude puntual a recoger a sus retoños a las puertas de una escuela situada a las afueras, en el campo, junto a una granja de cerdos, encargados de interpretar a diario la banda sonora de la educación rural.

Son ganaderas, madres y mujeres de ganaderos y hablan, con más acento andaluz que manchego, del maestro como de una institución. «¡Y encima sabe bailar!» «No queremos que se vaya, estamos muy contentos con él y nuestros hijos también», unos niños que cada septiembre tienen que volver a encariñarse de otro educador.

Y es que si algo tiene claro Samuel es que este será su único año en San Benito, su tercer destino como interino desde que acabó de estudiar hace tres años. «Tengo la especialidad de Infantil, Primaria e Inglés, si es que no podía tener un perfil más completo para esta plaza», ríe por no llorar, que es lo que le pasó cuando se enteró de su destino. «Estoy a dos horas de Almagro, siendo la misma provincia, y a dos kilómetros de la provincia de Córdoba. Es un reto muy bonito, estoy contento, es lo que hay, pero mi idea es trabajar en un municipio con más población, no me veo aquí», aunque ya sabe que le costará la vida alejarse de unos niños, unas familias y un entorno que ya ha hecho suyos.

Los núcleos más cercanos son de Córdoba. Uno está a 15 minutos, Torrecampo, y el más grande, Pozo Blanco, a 35 por una carretera en zig-zag, que los vecinos tienen que recorrer para ir a comprar desde que cerrara no hace mucho la única tienda de la aldea. Samuel prefirió acarrear con su San Benito y quedarse allí a vivir.

Internet le salva las tardes duras de invierno en su casa de alquiler y los paseos al aire libre por el pueblo, con parada en la única barra de bar, le despejan la mente hasta las dos de la tarde de cada viernes cuando sale «como un cohete para Almagro».

Es uno de los maestros de las escuelas diminutas que salpican el medio rural ciudadrealeaño. Un héroe con tiza que pelea con la dialéctica contra el enemigo de la despoblación que acecha imparable. Pero no está sólo.

La educación en un CRA

Choped, Mortadelo y Filemón. Así se llaman los tres cerdos que viven al otro lado de la valla de la escuela de Almadenejos, a casi una hora en coche desde San Benito por una carretera imposible de 50 kilómetros y cien curvas.

El edificio del colegio es similar al anterior, pero con el patio recién asfaltado, para que los niños no se dejen las rodillas entre carrera y carrera y con vistas, desde la pista deportiva, al valle de la Cueva del río Valdeazogues. La diferencia con San Benito es que en esta sección hay 25 alumnos, divididos en dos clases de Primaria y una de Infantil con seis niños. Entre todos han bautizado a sus vecinos gorrinos de la parcela colindante.

La escuela pertenece al Centro Real Agrupado Entre Jaras con secciones en Guadalmez, donde está la cabecera, Alamillo, Almadenejos y la escuela de Samuel en San Benito, el único pueblo donde ha entrado este año un niño de 3 años. En total son 84 alumnos repartidos entre los cuatro municipios, que desde hace tres cursos funcionan como uno de los diez CRA de la provincia, escuelas pequeñas en las que alumnos de 3 a los 12 años comparten aula y profesor, para no tener que desplazarse por carretera, con otros docentes itinerantes de Música, Inglés o Educación Física, a los que esperan cada día como agua de mayo.

Alrededor de una mesa rectangular en el segundo piso de la escuela de Almadenejos, Aurora Moreno ‘Dori’ (51 años), directora del CRA con plaza en Guadalmez; Isabel Casado (41), secretaria con plaza en Alamillo, y Beatriz Pizarro (42), jefa de estudios con la plaza en Almadenejos, descifran para La Tribuna los pros y los contras de la educación en el medio rural, el pilar de pueblos en los que la natalidad es una palabra que empieza a caer en desuso y que amenaza la continuidad de estos pequeños remansos de paz, de demasiada paz.

Reportaje gráfico de Pablo Lorente www.pablolorente.com

Las tres son auténticas activistas de la escuela rural en la que creen por encima de todas las dificultades a las que se tienen que enfrentar a diario. El colegio de Guadalmez, que hoy tiene 33 niños, llegó a tener hace sólo 10 años 120 alumnos, con primer ciclo de la ESO. «No hay trabajo, la gente no encuentra futuro y se va y nadie viene porque no tienen de lo que vivir, es el drama del mundo rural», define Dori.

La sombra del fin de estas escuelas acecha como metáfora de un sistema de gestión política que «poco cree y se implica» con el entorno rural. «Nos sentimos un poco abandonados, yo creo que en la ciudad de donde parten las decisiones no saben realmente cómo trabajamos en el medio rural y cómo vive la gente de aquí», dice Beatriz, cordobesa que llegó hace 12 años a un lugar llamado Almadenejos con 400 habitantes y con la misma sensación de «dónde me he metido» que Samuel. Con todo y pese a necesitar ya un cambio, reconoce que la escuela rural le ha enganchado. «Al principio fue un choque, vivo en Almadén, a 14 kilómetros, con mi marido y mis hijos, y es cierto que me he puesto fecha para moverme a algún sitio más grande. Aunque tenga mi plaza aquí, echo de menos la ciudad, pero me va a costar mucho irme».

Dori no lloró cuando hace 14 años, después de pasar por varios colegios de Madrid y otros destinos de Ciudad Real, le dieron «por fin» la plaza en Guadalmez, su municipio natal. Todo lo contrario, ella quería volver y pelear con la tiza en mano por su gente. «Tenemos la ventaja de que son menos alumnos, pero el inconveniente de que hay más niveles juntos, por lo que se genera un cooperativismo entre ellos, que son amigos a la fuerza fuera del colegio, y un compañerismo que no lo hay en las escuelas de ciudad», defiende. «Yo encuentro esta enseñanza enriquecedora, te prepara mejor para la vida porque están acostumbrados a tratar y a ayudar a gente de distintas edades desde niños».

Otro adjetivo con el que definen la educación rural en una lluvia de ideas en la pizarra es cercanía, la que se genera con las familias de las que conocen sus problemas, con las que hablan de sus miedos sin medir el tiempo de las tutorías y a las que aconsejan sobre el futuro de sus hijos.

«Yo no cambio mi puesto desde hace tres cursos en Alamillo (17 niños) por otro destino. Tenemos más trabajo aunque tengamos menos niños, porque hay que organizar muy bien las clases a veces con menos recursos, por ejemplo, en el desarrollo de las competencias digitales», explica Isabel, natural de Almadén, que descubrió ya en Horcajo lo que era el transporte escolar, los niños que viven en fincas y la importancia de que la escuela rural sobreviva.

Al final la marcha o la llegada de una familia a cualquiera de estos pueblos puede llegar a alterar el funcionamiento de un Centro Rural Agrupado, con la amenaza constante de las ratios. «No son niños son números para la Administración. Al final, si tienen que cerrar porque hay un niño menos o tienen que reducir el número de docentes por la misma razón no les va a temblar el pulso», apuntan las tres maestras. Es lo que ha ocurrido en septiembre en Valdemanco del Esteras, donde su colegio Virgen del Valle sólo ha durado dos años abierto. La Junta lo reabrió para el curso 2015-2016 con 12 niños y este septiembre ha vuelto a cerrarlo al quedar cinco alumnos, que recorren diariamente 10 kilómetros hasta Agudo para estudiar.

Maestros de ida y vuelta

En la calle hace frío y el aire puro rompe en la piel de Noelia Ruiz y los alumnos de Primaria que ya calientan en la pista de deportes ante la mirada de la familia Mortadelo y Filemón. Es de Malagón, tiene 35 años, vive en Almadén e imparte Educación Física como maestra itinerante del CRA Entre Jaras. «Estoy dos días en Almadenejos, dos en Guadalmez y uno en Alamillo, es acostumbrarse a hacer kilómetros. A mí me gusta mucho mi trabajo, no lo cambio, son colegios muy familiares, pero estoy lejos de casa y es duro». Lejos está también Beatriz Zamora, ATE, para niños con necesidades de audición y lenguaje. Recorre cada día los más de 60 kilómetros que separan Puertollano, donde vive, con los municipios del CRA. Lleva tres años, está contenta y de momento no se plantea nada más, porque niños con necesidades especiales los hay en todos lados y en el medio rural «incluso más en proporción».

Son maestras de ida y vuelta y junto al resto de sus compañeros parte implicada cada curso en el milagro de la escuela rural.

 

Publicado en La Tribuna el 9 de diciembre de 2017