«No es la guerra, no caen bombas, pero tengo más miedo»

Miedo por él, por lo que pueda pasar, pero sobre todo por sus seis hijos y nietos, a los que no puede abrazar estos días raros, en los que José de la Rúa se asoma al balcón del piso donde vive solo, para respirar y encajar lo que le ha tocado vivir

Fotografías: Pablo Lorente

Tenía sólo ocho años, pero el sonido de las bombas no se le olvida ni el olor de aquellos años ni el gris oscuro con el que España pintó sus días. José de la Rúa nació el 18 de febrero de 1928, en plena dictadura de Primo de Rivera y le salieron los dientes en la República. La Guerra Civil marcó su niñez y maduró durante los 40 años de dictadura franquista. Y ahora esto, una pandemia provocada por algo invisible que infecta y se ceba con los que, como él, han visto y han sobrevivido a todo.

«Sí, tengo miedo. Para mí esto es peor que la guerra, no caen bombas, pero tengo miedo a lo desconocido, a enfermar yo, pero sobre todo a que les pase algo a mis seis hijos y a mis nietos, que es lo que más quiere una persona en la vida». Tiene 92 años, las arrugas de un siglo en las manos y en el rostro, bolsas en los ojos y los recuerdos intactos de una vida de maquinista, de fogonero. Vive solo en un piso del centro de Ciudad Real, que hasta hace 11 años compartía con su mujer Aurora, el amor de su vida.
Los balcones proyectan al exterior la vida de las personas y familias desde que el mundo se detuvo el pasado 14 de marzo. En ellos cuelgan dibujos de colores que gritan a los cuatro vientos que todo saldrá bien o banderas que ondean paz. En los balcones y ventanas de la ciudad convive la música con juguetes, mascotas y conversaciones tras los barrotes.
Los balcones son las narices por las que respira el país, los agujeros por los que se escapa la fragilidad de una sociedad asustada.

José nació en una estación de tren, en la de Villar de Gallimazo, en Salamanca, donde su padre era el jefe, y no llegó a Ciudad Real hasta el año 1950, donde se instaló para siempre y fundó su proyecto familiar. «Esto para mí está siendo muy duro, por mi familia, todos estamos separados unos de otros, es lo peor, no poder verlos».

Su hija Aurora pasa dos veces al día por el piso, a mediodía y cerca de la cena. Es la única, a la que por decisión de todos, ve José en su reclusión, en el confinamiento de un anciano que salía a pasear una hora cada día; se juntaba con los hijos que viven en Ciudad Real, el resto los tiene en Málaga y Barcelona, y con ellos compartía risas y conversaciones, recuerdos.
Ahora cada día, como hombre de rutinas que es, se anda el pasillo del piso media hora por la mañana y media por la tarde y hace su gimnasia que el médico le recomendó y que lleva a rajatabla.

Como echar, echa de menos lo mismo que hace dos semanas, a su mujer, tenerla a su lado, su compañía y su luz, un sentimiento que se acrecienta en estos días en los que personas como él se sienten aún más frágiles. «El miedo que no he tenido nunca porque me he recorrido toda España como maquinista de trenes, lo tengo ahora, a enfermar pero sobre todo por ellos, porque al fin y al cabo yo tengo ya muchos años, por eso estos días me acuerdo mucho de mis hijos».

Se refugia en los libros, le gusta la historia, desde la Restauración, hasta la actualidad y leer volúmenes sobre las guerras mundiales y la Guerra Civil que le tocó vivir. «Recuerdo que nos agarrábamos a las faldas de mi madre aterrorizados cuando llegaron los falangistas a la estación, apuntándonos con sus escopetas». De todo eso se acuerda.

Ahora sus días transcurren en una solitaria cuarentena. Colabora en todas las tareas de la casa cuando su hija pasa a ayudarlo, sabe guisar y se mantiene todo lo activo que puede, entrenando el cuerpo y la mente para cuando pueda abrir la puerta de casa para recibir todos los abrazos, el cariño y los besos retrasados. De momento, se asoma de vez en cuando al balcón a tomarle el pulso al silencio y la soledad.