Latitud cero

Hay trenes, pasajeros y estaciones que viven a cero grados, en la intemperie de la soledad y el silencio. Cada vez más vacíos de sueños y maletas, haciendo solos el camino, con paradas a cero minutos de pasar la pantalla de otro tiempo. El ferrocarril de siempre es ya de otro mundo. Un viaje por la línea que une y separa Ciudad Real de Badajoz.

A cero grados se consume la vía, resbala, se congela, tirita. Se desmadejan las horas en minutos en medio de una niebla cerrada y el tiempo que marcan los segundos que dura la reverberación de una intensa luz amarilla irrumpe a cero por hora en la vigilia. Alguien en mitad de la negrura y espesura de la noche levanta un rojo banderín, hace sonar una campana, silba. Una locomotora ruge al frenar, chilla sobre un hierro que ya está a mil, expulsando humo negro por sus pulmones, los restos de inhalar tanto carbón. El guardagujas da la señal, levanta el farol y el maquinista tira por la trocha. No hay noche que José no sueñe «con los putos trenes».

No vive en el fin del mundo, se ha quedado en la mitad, a cero grados, cero minutos y cero segundos de la estación, en mitad de eso y de nada, escuchando cada día los sonidos de las líneas paralelas que unen y separan desde 1866 Ciudad Real de Badajoz. La línea de las bellotas, que se extiende a lo largo de 130 kilómetros en esta provincia, se ha quedado bloqueada entre encinas, en un tiempo pasado, hace así como 30 años, cuando los vagones transportaban infinitas conversaciones, pensamientos y sueños y las estaciones eran lugares con el encanto de los encuentros y las despedidas. El ferrocarril de siempre es ya de otro tiempo y los trenes convencionales, que vertebraban territorios y que transportaban a los españoles de norte a sur y de este a oeste, se están quedando frenados por el progreso, rezagados en latitud cero, donde los sueños empiezan y acaban.

«¡Esto no es lo que era!» José Álvarez Chamizo tiene 71 años y una casa a tiro de piedra de la estación Veredas-Brazatortas, en la aldea de Veredas, de la que ha sido jefe durante 25 años hasta que se jubiló. En su cochera se ha hecho un pequeño museo del ferrocarril, con fotografías, artículos de revistas, gorra y banderín, un gran mapa con los trazados de toda España y una campana que sigue haciendo sonar a llegada y partida de tren.

Fijó coordenadas en este rincón del Valle de Alcudia, su último destino, y aún siendo natural de Badajoz, allí se quedó después de entregar 43 años de su vida a la Renfe. Ha vivido hasta su retiro en la segunda planta del edificio de la estación, en la doble línea que divide el territorio en dos. Pegado a la vías, con vistas desde su habitación al trazado original donde cada primavera descargaban los vagones de ganado de la trashumancia, cuando en Brazatortas paraban dos expresos de noche, dos correos y cuatro de pasajeros. Ahora, dependiendo del día, como mucho la ida y la vuelta de dos. «He vivido siempre pegado a las vías, por eso sigo soñando cada noche con trenes».

Brazatortas es la primera estación operativa hacia Extremadura de un viaje en ferrocarril convencional por la provincia, después de las estaciones de Ciudad Real, Argamasilla de Calatrava y Puertollano, de la línea 520, que soporta el peso de más de 150 años. La Pepita, la Concepción y Retamar, tras Puertollano, fueron ya demolidas.

Una parte importante del transporte terrestre de mercancías desde Portugal pasa por esta línea, una vía histórica, de nombres e historias, de pueblos, de cruce de vidas, de paisajes de película, puentes, ríos, ovejas y ruinas, de estaciones abandonadas en medio de la nada de una de las comarcas peor comunicadas y deprimidas por la pérdida de población, tras los años dorados de la minas de mercurio y las de carbón. La mejora de las carreteras, el precio de los billetes y la irrupción a principios de los 90 del segundo tren más rápido de Europa, ha provocado que ésta y otras líneas de la red nacional se hayan ido quedando congeladas, sin casi mochileros ni estudiantes, sin hombres de traje y maletín, sin matrimonios de ancianos con viandas en cestas, sin gente que cambie de coordenadas para comprar, para ir al médico, de visita o por el mero placer de viajar.

‘Chami’, como conocen a José sus compañeros del ferrocarril, recuerda que antes de la Alta Velocidad paraban bastantes trenes en las estaciones de esta línea y la gente la cogía para conectar con Madrid o Levante, pero es una decadencia que no es exclusiva de la situación del ferrocarril en Extremadura, ha ocurrido en general en toda la red nacional. «No tiene nada que ver el trazado, porque con inversiones mucho menores que las que requiere el AVE y un tren convencional modernizado se podrían alcanzar aquí velocidades de 160 kilómetros por hora».

A escasos veinte minutos de las once de la mañana en la estación Veredas-Brazatortas hace un viento y un frío que arruga el cutis. No hay gente, nadie que espere nuevos destinos. El silencio se rompe al paso del tren más veloz. José camina por el andén, es el jefe de estación que vendía los billetes, que charlaba con los viajeros, que los llevaba en su propio coche a otros lugares si alguno se quedaba colgado en la nada; que pintaba las paredes y que regaba las plantas de la estación, que hablaba y entendía el lenguaje de los trenes. El hombre que va desde que se jubiló todos los días andando a la estación y que piensa que a esa línea ya no la conoce ni la madre que la parió. «Esta estación ha perdido el 70% de los usuarios, todo se lo ha llevado la Alta Velocidad y la línea convencional se dejó en un segundo plano», anclada en el ecuador del progreso, ni para adelante ni para atrás.

En la oficina de la estación de Veredas, pegada a una sala de espera vacía, trabaja su relevo, José Daniel Nieto, uno de los factores de circulación de primera, de nueva generación. Tiene 33 años y esa plaza desde hace diez. Aguarda sentado la llegada del tren de las once, con las manos entrelazadas mirando la pantalla del ordenador. Cuando toca se levanta, se coloca la gorra y cruza la vía. Hay dos hombres en el andén del tren procedente de Extremadura dirección a Alcázar, los únicos viajeros de una fría mañana en la estación latitud cero. Pasarán siete horas hasta que pare un nuevo tren.

La siguiente estación hacia Extremadura es Caracollera, ubicada en un singular paraje sobre la falda de la sierra. A esta parada se accede tomando la carretera vecinal desde Veredas-Estación hacia Fontanosas, en un trazado paralelo a la línea férrea por el río Valdeazogues. Tras pasar una pequeña aldea llamada Sendalamula, un camino a la izquierda conduce a la estación, en la que los trenes no paran, vuelan.

En su interior está Miguel Ruiz, factor de circulación. Lleva año y medio en esa estación sin hablar con nadie, sin recibir un sólo pasajero, en el ecuador del silencio. «Soy de Cabeza del Buey, por lo que conozco esta línea desde que era un niño, ha tenido siempre mucho tráfico de viajeros». Este año ADIF tiene previsto invertir 64 millones en la renovación integral de la línea 520, justo en el trayecto de más de 118 kilómetros entre Brazatortas y Castuera, como parte del impulso del ferrocarril extremeño. Un proyecto que incluye además la electrificación de la línea. Miguel piensa que de esta manera se mejorará bastante la línea, con limitaciones de velocidad, según los tramos, que van desde los 70 por Alamillo a los 140 kilómetros por hora hasta Brazatortas. «Se realizan mantenimientos puntuales, pero hace falta una reforma integral». En Caracollera está solo, como un ermitaño, por eso ha pedido el traslado. Un ferroviario a cero segundos de un cambio de rumbo en su vida.

El viaje continúa por la vieja línea sobre un trazado del siglo XIX, con estaciones que no conviven con sus municipios, obligando a los usuarios a usar otros transportes para llegar al tren. Una línea de ancho ibérico en la que Almadén, el principal municipio de la comarca, no tiene estación, condenada al destierro ferroviario por los intereses de un influyente diputado de la época, Segismundo Moret, que interfirió en el trazado para que su ciudad no tuviera parada, quizás porque al contrario que los fosfatos de Cáceres, las minas de mercurio no eran de su propiedad. Su palacio sobrevive a 300 metros de la vía y a siete kilómetros de Guadalmez.

José Ignacio Medina conoce al dedillo éste y otros entresijos. Si volviera a nacer, volvería a ser lo que es. Ha trabajado en todas las estaciones de la línea en la parte de Ciudad Real, desde Cañada a Guadalmez, y desde 1988 es el jefe de la estación Almadenejos-Almadén, a unos tres kilómetros del primero y a 12 del segundo. Es ferroviario de cuarta generación, de los Medina de Puertollano, hijo, sobrino, nieto, bisnieto y padre de ferroviarias.

Prácticamente vive en la estación, donde está de siete a siete y donde muchas noches duerme. Se prepara la comida, cuida de su huerto ecológico y atiende la circulación y a los pocos pasajeros del día, en unas instalaciones con cocina, cama, sofá y televisión que ahora están totalmente desmanteladas por obras en la estación. «En estos 30 años se han suprimido aquí los servicios de vagón completo, de cuatro a seis trenes ganaderos anuales a Soria, un vagón de corcho mensual a Portugal y el paquete exprés». Tres décadas en las que han pasado de calentarse en la estación con carbón a equipos climatizados y del lápiz y el papel al ordenador. También se han derivado servicios de esta línea, como el regional Badajoz-Madrid, para obligar a los usuarios a enlazar en Puertollano con la Alta Velocidad. «Un tren para una minoría, porque no todo el mundo se lo puede permitir, en detrimento del ferrocarril convencional como servicio público de calidad».

José Ignacio recuerda que en la estación de Almadenejos se hacía de media en taquilla hasta 1992 de entre 6.000 y 7.000 euros al mes y ahora no llega a los 2.000. Eso significa menos almas que van y vienen, que cambian de latitud. «¡Habéis tenido suerte, hoy hay cuatro viajeros!» Cuatro personas contadas llegan a las 17.30 horas a la estación de Almadenejos, tres jóvenes estudiantes de Almadén que viajan a Ciudad Real y una vecina de Fontanosas que va a Puertollano a visitar a su hija. «Nuestro problema es que dependemos de alguien que nos traiga en coche a la estación, está en medio de nada y luego que casi no hay trenes y, con todo, es lo único que tenemos».

De Almadenejos en adelante, la línea continúa bordeando la ciudad minera entre valles, ríos y puentes, como el de los soldados sobre las aguas del Alcudia, donde el 27 de abril de 1884 ocurrió el primer accidente ferroviario de la historia de España. Entremedias están los restos de la antigua estación de Chillón, en ruinas, como parte de un paisaje inacabado, a cero grados de un tren que se pierde en un sueño hacia Extremadura por Guadalmez.

Latitud Cero from Pablo Lorente on Vimeo.

 

Reportaje gráfico de Pablo Lorente www.pablolorente.com