Ganaderas II

Macarena es una mujer brava entre toros de lida. Con 31 años dejó atrás el estrés de Madrid, su trabajo en una clínica veterinaria de potros y caballos en una dehesa de la sierra, a sus amigos, la marcha y los atascos y se marchó al Valle de Alcudia a hacerse cargo de la ganadería familiar junto a su padre y su hermano.

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Macarena Gallego no ha perdido nada en los últimos años, ni siquiera el tiempo que tarda en abrir y cerrar las puertas que le tiene puestas al campo. Entre tres y cuatro para cercar, alimentar y tratar a los toros bravos, a los que duerme con cerbatana para curarles las cornadas. Es fan de Joselito, sin paliativos, y entre Morante y José Tomas elige «para no sufrir» al de La Puebla del Río. Cambió en 2011 el ritmo acelerado de los días y las noches madrileñas por el sosiego y la luz de los atardeceres del Valle de Alcudia. Se sentó agotada una tarde en una silla en el porche de su casa en la finca mirando al oeste y se acordó de lo que alguien le dijo una vez. «No hay nada igual que ver anochecer en el Valle». Y así fue y así es.

Joven ganadera, hija, nieta y bisnieta de ganaderos. Lleva en la sangre el amor por lo animales, por eso estudió veterinaria en León y por eso aquel fin de semana de 2011 que había bajado de casualidad a la finca de su padre en Brazatortas, para curar al caballo de su hermano, no dudó en quedarse «para siempre» en unas tierras cerradas por verjas y grandes puertas. «Mi padre sufrió justo ese fin de semana una rotura de la aorta y casi no lo cuenta, durante los meses que estuvo convaleciente mi hermano Enrique y yo nos pusimos al frente del negocio». De Finca Pulido, una ganadería de 400 cabezas de toro de lidia y vacas, tres cerdos, 30 ovejas, caballos, bueyes y tres mastines blancos.

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Son las nueve de la mañana e iniciamos con Macarena el recorrido que realiza a diario para echar de comer al ganado y controlar su estado. «Si cuando les doy la comida hay alguno a lo lejos separado que no se acerca es que tiene algo». Lo rodea con el coche, mira al astado, con ojos tristes. «Hay que sedarlo, curarlo y esperar que se le pase la anestesia, porque si lo ven tonto se pelean».

Dejó atrás el estrés de Madrid, su trabajo en una clínica veterinaria de potros y caballos en una dehesa de la sierra; a sus amigos, la marcha, los atascos y a su madre, que de lunes a viernes sigue en Soto del Real trabajando. «Ella no cambia la ciudad porque encima cuando viene el fin de semana la ponemos a trabajar».

Sin pensárselo ni cinco minutos, que fue prácticamente el tiempo de tregua que le concedió la vida a Javier, su padre, Macarena aprendió de lo que no sabía, del papeleo de los animales, de partir en dos el saco de 40 kilos de alimento del ganado para poder moverlo; de negociar el precio de un toro de lidia, de madrugones, de tardes de piscina estivales en un pueblo de apenas mil habitantes. Aprendió a vivir con calma en una finca con los dos hombres de su vida. «Ahora cuando mi madre viene con las prisas de Madrid le digo ¡relaja! y yo cuando empecé a vivir aquí no soportaba tener que esperar a que el del banco regresara del café».

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Al principio fue difícil, meterse en un ambiente completamente rural con 31 años, joven y sin pareja. Viven en la casa de la finca que han adaptado para la familia, junto a un tentadero en el que organizan capeas. En Brazatortas la conoce todo el mundo y en Madrid no había hablado nunca con su vecina de enfrente, reconoce que le costó mucho el cambio, pero poco a poco se ha hecho su hueco. «Soy taurina hasta la medula y a veces me preguntan que si me empezara a gustar un chico antitaurino qué haría y yo digo: es que a partir de ese dato ya no habría más citas».

No se arrepiente de nada, todo lo contrario; ni lo cambia por nada, no ha perdido nada con el trasladado, sólo las prisas. Sabe ya a sus 38 años que toda su vida se dedicará al ganado bravo. «Lo de vivir en la finca siempre no lo sé, pero que voy a ser ganadera hasta que me muera sí», confirma entre los vaivenes de un todoterreno viejo con el que recorre cada día desde las seis de la mañana las 405 hectáreas de campo. «Es un trabajo duro, empezamos muy temprano ahora en verano».

En su casa, como ella dice, «machismo cero». Se reparten el trabajo entre los tres, como la toma de decisiones. Por eso algunas veces, esos días de cansancio o con los dolores de la menstruación, Macarena pide de broma lo inaudito: «¡Por favor hoy sed un poco machistas y pedidme que me quede en casa viendo la telenovela y tirada en el sofá!», ríe y habla, porque no calla entre aperturas y cierres de grandes puertas, entre viajes a cuatro ruedas pendiente siempre del bienestar de sus animales.

Es consciente de que pertenece a un mundo con fama de machista, pero quizás porque siempre ha formado parte de él no lo ha percibido como tal. «Hay muchas mujeres que levantan a diario el sector de la ganadería y tenemos mucho que decir».

Macarena y su familia han pasado momentos duros, por ejemplo cuando el año pasado cuatro toros se mataron en un pelea o en 2013 cuando un empresario les dejó a deber 13.000 euros de una corrida. «No tenemos todavía mucho nombre entonces ese dinero para nosotros es mucho, lo pasamos realmente mal». Por eso reivindica el papel del ganadero, del agricultor, de tener amparo. Un toro de lidia de ganaderías como la suya está en torno a los 3.000 ó 3.500 euros, otras los cobran a 13.000. Pero el coste de criarlo hasta los cuatro años asciende a unos 4.500 euros.

«No vuelvo a Madrid, mi sitio está en la ganadería», dice Macarena, al igual que Ramona, para quien el futuro está ligado a sus ovejas, en el campo, con olor a recias madrugadas, a calostro, a tierra mojada, a frío en invierno, a tomillo, a tardes enteras, a estrellas y a cebada. A todo eso a lo que huele la vida de las ganaderas.

 

Reportaje gráfico de Pablo Lorente www.pablolorente.com

Publicado en La Tribuna el 1 de julio de 2018