Esclavos de Plutón

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Juan Villalón, Pedro Correal, Hermenegildo Jurado y Juan de la Fuente fueron mineros de las últimas décadas de esplendor de las minas de mercurio de Almadén. A 700 metros bajo tierra se jugaron cada día el tipo por el porvenir de plata de una ciudad que se desvaneció

Los hombres de luz se movían en la oscuridad como se mueven los murciélagos en la negrura y la espesura, en el ruido a infierno, a ecos y crujidos a 700 metros bajo la joya del imperio. El nieto de Ambrosio no tenía todavía los 18 cuando inició por primera vez un descenso que siendo de cinco minutos duró 50 años en la mina. «Yo soy Juan Villalón, tengo 70 años, tres hijos y he sido minero perforista en las minas de Almadén». Minero de seis horas al día, de los de corazón templado a base de barreno, de los que han perforado durante décadas el estómago de la madre tierra para dar con el preciado cinabrio. Minero fue porque era lo que había, lo que aprendió, lo que tocaba ser en Almadén, donde hubo una mina milenaria que fue su origen y su asesina.

La esencia de Almadén se guarda en hombres duros como la roca, de cigarrillo en la boca, de rostros con surcos curtidos por el bermellón y los vapores de Vulcano y callos en unas manos temblonas. A principios de los años 80 comenzó el declive de este municipio de 5.537 habitantes en un esquinazo al oeste de Ciudad Real, que en 1960, año de máximo esplendor, llegó a tener 13.443. Fue en 2003 cuando culminó su ahogamiento al cesar por completo la extracción de mercurio, de la plata viva de los romanos, tras dos mil años de explotación y de haber dado un tercio de todo el azogue que ha utilizado la humanidad. Casi todo varón mayor de 50 años ha sido minero y casi toda mujer ha sido esposa, hija o nieta de minero.

Han pasado 15 años del fin de la minería. Los pozos de donde partieron durante siglos vagonetas de fortuna están callados, sellados, inundados por ríos de historias, sufrimiento, esfuerzo, sudor y quejidos. Almadén significa en árabe ‘la mina’ por sus reservas de sulfuro de mercurio explotadas ya en tiempos de Vitrubio y Plinio. Los mineros de las últimas décadas son el testimonio vivo del hormiguero de galerías en las que se desangraba Almadén. Son hijos del mercurio y esclavos de Plutón, dios del inframundo.

A Juan no le llamaron Ambrosio porque ya se lo pusieron a su hermano, «que en paz descanse». Ambrosio es su hijo, fue su tatarabuelo, su abuelo, su tío y su primo. Todos mineros, los villalones, una saga de hombres destinados ‘a la vida eterna’, rocas de corazón templado a base de martillo, casco y caladas. «Nunca he fumado en la mina, pero fuera me lo bebía». El padre de su bisabuelo ya llevaba en carros con bueyes los frascos de mercurio a la madrileña Castellana y a Sevilla también, en jornadas de un mes completo.

Juan es irónico, lenguaraz, mira profundo y habla despacio, con cadencia, como si fuera a arrancarse por chotis. Fue peón de interior y perforista la mayor parte de su vida. Saneó muchas veces el cielo y en eso pasó algún que otro atolladero. «Me produjo sensación en los primeros jornales cuando bajaba en la jaula, yo nunca había montado en ascensor y eso era superior, pero luego bajabas como si nada, cantando. Lo peor era cuando perforabas el techo y sonaba a tambor y decías qué pasará aquí esta mañana, pero no puedo contar afortunadamente nada malo, aunque siempre ha habido riesgo».

Espera en el parque minero de Almadén con una mano en el bolsillo y la otra en el pitillo. Tiene al lado a su tocayo Juan de la Fuente, a Mere y a Pedro. Todos mineros, cuatro figuras de las décadas más importantes del siglo pasado de la minería en Almadén. Caminan lento, empujados por la inercia de un tiempo resuelto, mirando allá y acá, escudriñando un lugar que ya no reconocen. Ninguno ha padecido la enfermedad del mercurio, ‘el baile de San Vito’ como popularmente se conoce al hidrargirismo.

«Enfermedad tengo que tener alguna pero no por el mercurio, sino más bien por el tabaco porque yo empecé a fumar con 9 años». De no haber sido minero, Juan Villalón se hubiera tenido que agarrar al campo. «Era lo que había, la salida era la mina, sin embargo murió y con ella murió Almadén». Su hijo es ingeniero técnico de minas y no ha podido colocarse en lo suyo todavía. «La mina ha sido la joya de la corona, la joya de Almadén y de España, hemos dado todo, de aquí ha salido toda la riqueza pero en esta ciudad no se ha quedado nada, se han olvidado de nosotros», escupe Juan entre bocanadas de pequeños puros.

El pocero de san teodoro

Pedro Correal López fuma también, pero el tabaco lo lía. Fue pocero en la mina, se movió durante 25 años en la vertical del pozo. Tiene 77 y se jubiló en 1990. «Entré de entibador y a los cuatro años pasé al pozo, allí hemos hecho de perforistas para hacer barrenos, otras veces poníamos tubos de ventilación, traviesas y hacíamos trabajos para que estuvieran siempre engrasados. Muchas faenas».

Recuerda como si fuera ayer cada avería, cada arreglo. «Corríamos mucho peligro porque trabajar en la vertical del pozo es peligroso. Un minero trabajaba dentro seis horas y nosotros cuatro horas y media por ese riesgo». Pedro tuvo un ayudante que no se soltaba de ‘la virgen’, el lugar donde van enganchados los cables a la jaula. «Si tienes miedo no puedes ser pocero, tuve que hablar con el jefe y decirle este señor no puede estar aquí porque el miedo lo paraliza».

No se le olvida su primer día en el pozo, en el de San Teodoro, que lo habían arreglado hacía poco y estaba en el cascarón. «Bajamos en un cabrestante y una jaula con planchas que hicieron los poceros viejos, yo entré en el puesto de otro que se había matado justo allí. Iba precisamente con mi suegro, que era pocero también, le quitábamos el óxido con un martillo a las traviesas, eran unas láminas que si te caías encima te cortaban, te mataban. Así empecé».

San Teodoro, San Aquilino y San Joaquín y el de ventilación, San Miguel, los cuatro pozos y sus castilletes. Todos se los conoce como la palma de unas manos que estando quietas, tiemblan. «He ido al médico y me han dicho que es de la vejez, pero conozco a gente que ha estado silicosa y tenía temblores, eso sí teníamos revisiones todos los meses, ese tema estaba muy mirado».

En talleres

Ser minero es para Juan de la Fuente «valentía». «Tiene su peligro, no es oro todo lo que reluce». Guarda anécdotas de minero para escribir un libro entero. Fue mecánico tornero entre 1960 y 1998, el último que salió del taller. «En los años buenos, en los 60 y 70, llegamos a ser más de 30 y al final sólo me quedé yo, fui el último mecánico de la mina».

Frente al que fuera su torno, lleno de oxido y polvo como parte del museo en el que se ha convertido la mina de sus vidas, recuerda que bajó «mucho, muchísimo a las galerías». «Una vez lo hicimos para reparar la jaula y estuvimos dos o tres días sin salir de allí, soy una persona que me ha gustado el riesgo», a pesar de las muertes de conocidos y amigos como Manuel Anguita Sacristán, porque la mina también ha sido eso, dolor y pérdida.

Juan descendía al culo del pozo, hasta la planta 27, donde había una bomba de desagüe. «Hasta allí he bajado y pasaba muchas penurias porque a veces se rompía una bomba y el agua subía hasta arriba y trabajamos alguna vez con el agua hasta el pecho y si llegaba a la boca salíamos corriendo para arriba y así muchísimas veces». Tiene 75 años y tres hijos, los tres son ingenieros en minas, pero ninguno está en Almadén, pese a ser todavía una escuela abrazada a una mina. Uno está en Cantabria, otro en Algeciras y el otro en Ciudad Real. Juan padece porque no están allí y porque no han podido vivir como él y sus antepasados vivieron del mercurio de la mina. «Yo entré con 17 años y en 1960 el pueblo estaba irreconocible». Había gente joven, había dinero y había trabajo de sobra para fijar población.

El cuarto minero ya no fuma, pero fumó mucho también. Hermenegildo Jurado Ortiz, Mere, nació en Almadén hace 77 años, allí se crío y «con un poco de suerte» en su ciudad morirá. Trabajó en talleres, en el exterior, 37 años efectivos menos los 15 meses de servicio militar, hasta 1988. «Entré con 22 y salí con 58, yo ayudaba también a los mecánicos y eléctricos abajo en la mina y estuve también cuatro o cinco campañas en los hornos, en la fundición del mercurio. Lo mismo hacíamos un encofrado que reparábamos el hospital minero, estábamos 13 en carpintería. La mina era una gran familia».

A Mere tampoco le ha afectado el ‘baile de San Vito’. «Será porque soy hijo de minero y se conoce que el llevar la minería en la sangre actuó como repelente». La mina para él ha sido su vida, su solución, su trabajo. «Cuando me jubilé respiré hondo y dije ¡ahí te quedas! pero ha sido todo para mí y mi familia. De todas formas vivíamos mejor los de arriba que los de dentro en las galerías, ellos bregaban mucho, tragaban más, eso es así». Mantiene grabada una cifra en su cabeza, los 1.600 mineros que había en el año 1962 cuando él entró. Ahora la cuenta está a cero.

Descienden en la jaula del pozo de San Teodoro a 50 metros de profundidad, a la primera planta, la zona visitable. Un grabación recrea el ruido que escuchaban mientras bajaban a las entrañas de la tierra, sonidos del más allá. Avanzan por la oscura galería entre risas, humo, cascos ladeados, anécdotas y recuerdos. «Esto no es mina ni es nada, en la planta 27 trabajaba yo y cabían máquinas y camiones de lo anchas que eran las galerías», dice Villalón. Se detienen en un altar, frente a la Virgen de los mineros y Mere empieza a cantar: «Almadén orgullo nacional, tus mineros que titanes son, como esencia de raza inmortal, por España dan el corazón, con amor y bravura sin igual…»

«No había que tener nada especial para ser minero, lo único empujar vagones y no tener miedo, a la oscuridad y al peligro te hacías. Hemos salido con vida y estamos aquí ¡Qué más queremos!» Pedro inhala el humo de su cigarro y lo echa contra las rocas virginales de Almadén donde brotó el líquido metal, inicio y decadencia de una ciudad.

Reportaje gráfico de Pablo Lorente www.pablolorente.com