El frágil sonido de la muerte

En silencio y en soledad, sin abrazos ni duelos, se suceden cada día los sepelios en los cementerios, donde los sepultureros no encuentran descanso y las familias no hallan consuelo. La muerte en pandemia

El hombre del papel sepia plastificado con los nombres y las fechas de sus muertos aguarda erguido y sumido en el silencio, en el último pasillo del cementerio. Lo dobla, lo estira y lo enrolla. «Esto es como un mal sueño», repite un par de veces y su voz suena frágil en medio de un continuo aleteo y cantar de pájaros. En una hora llegará el féretro que está esperando, en un día gris, en medio de la quietud en la que la realidad sumió desde hace más de un mes su vida, la de su pueblo y la del mundo entero.

El hombre con el nombre de todos los santos no da crédito. «Después de toda una vida, de fraguar tantas amistades, no es de recibo irse así, sola, sin que casi nadie pueda despedirla como se merece. De verdad que parece que estamos viviendo un sueño». Respira hondo, mira al cielo y se aferra con sus manos al papel sepia, donde tendrá que apuntar un nuevo nombre a partir de ese mismo momento.

Son las nueve de la mañana y por la travesía que separa el tanatorio del camposanto de Almagro, junto al paso a nivel, no circula un alma. No se escucha nada. Dos hombres caminan callados y cabizbajos, empujando un par de carretillas con herramientas hacia el segundo patio, donde se van a iniciar los preparativos. Hay que reducir restos, hacer hueco, tener todo listo. El silencio allí lo rompen ellos, los sepultureros, picando un día más el ladrillo del nicho para un nuevo y frío sepelio.

Domingo Ruiz y Juan Carlos Canuto se mueven rápidos, de aquí para allá, con sus monos de protección blancos, mascarillas y guantes, con sudor en la frente y tensión en las manos. Rompen la pared para preparar la cama del sueño eterno. Un trasiego que se ha convertido en una insoportable rutina marcada por la incansable llamada de la muerte.

Desde que el virus penetró por las rendijas de la cotidianidad, su trabajo se ha intensificado al tener que enterrar una media de entre uno y dos cuerpos diarios, ha habido días que cuatro. La mayoría «por el bicho» y otros tantos porque les llega su hora, ajena a la pandemia que lo ha cambiado todo.

La cuestión es que el sepulturero no encuentra descanso, en un trajinar diario con la muerte, con quien su relación se ha estrechado. «El agotamiento más que físico es mental, es muy duro porque esto es un pueblo y nos conocemos todos y no poder dar un abrazo es demoledor», explica Domingo mientras aviva la hoguera en el patio lateral del cementerio donde arde la madera de viejas cajas que han sido el refugio durante años de varias almas.

«No es que se haya roto el duelo, es que se ha pulverizado, ya no existe, y eso es lo más trágico. Es muy doloroso decirle a una familia que no pueden estar más de tres en el entierro de su padre, su madre o abuelos, que no pueden darle el último beso». Algunas personas, deshechas por el dolor, les piden que les abran el féretro para verlos por última vez, pero es imposible, están precintados, hayan muerto de lo que hayan muerto, y los sepultureros no pueden cumplir su deseo.

Domingo es un hombre fuerte y noble, con un implacable sentido del humor, con un refrán para cada situación, pero estos días no encuentra frase hecha que explique tanta tristeza. «Son muchos sentimientos encontrados, yo no tengo miedo personalmente, si acaso por llevar algo a casa donde tengo a mis padres mayores o Juan Carlos a sus críos, y si tengo que llorar, lloro en la intimidad donde nadie me vea mal, pero esto es bastante fuerte», dice el hombre que ha tenido que enterrar hace apenas dos semanas de la llegada «del dichoso virus» al enterrador que hace 22 años le mostró como sepultar con respeto y al que reemplazó en el cementerio de Almagro. «Él me enseñó cómo enterrar y ahora lo he tenido que enterrar yo».

Son las diez y ya no hay ruido de ladrillos. Dentro todo está listo. El hombre del papel sepia sale a la puerta junto a los enterradores, se escuchan sus pasos sobre la tierra, el cemento y el crujir de las ramas y hojas secas. Es la hora marcada para la llegada del coche fúnebre con los restos de Ana. Tenía 93 años y era una mujer «muy querida en el pueblo», que vivió sola porque no tuvo familia, pero acompañada siempre de amigas y vecinas, muy religiosa era. Cuenta su sobrino que sufrió un ictus y en ocho días se fue apagando, tranquila.

No es fácil respirar, pero mucho menos morir en estos tiempos, en los que el último tramo del viaje se hace rápido y prácticamente en solitario. Ángel Daniel, uno de los sacerdotes de Almagro, llega al cementerio a petición de la familia solo unos minutos después del féretro. Cinco personas, sólo cinco, entre familiares y allegados, entran a despedir a la difunta guardando una inhumana distancia.

«En el nombre del padre, del hijo…» El párroco inicia el responso por la muerte de Ana. Sólo se escuchan sus fugaces palabras y los pájaros, el leve sonido de la muerte lo envuelve todo. Los rostros con mascarillas blancas son la imagen de la fragilidad, ninguno está preparado para esto. Termina el funeral y Domingo y Juan Carlos sellan el nicho, se escucha el fino hierro acariciando el cemento tierno y las palabras casi en susurros entre los acompañantes empiezan a cruzar las nuevas distancias.

El cura Ángel Daniel inicia una conversación sobre lo duro que está resultando todo. «Es un continuo, todos los días y no vengo a todos, porque hay familias que no nos avisan». Tiene semblante serio, apesadumbrado. «Llevar a una persona al hospital y que lo próximo que recojas sean las cenizas o una caja precintada es muy traumático y no sé cómo nos vamos a recuperar de esto, te parte el alma», comenta el sacerdote que teme a lo que todavía queda por venir. «Creo que vivir como antes va a ser imposible, por muchas razones, entre ellas el miedo. Es como una película macabra, si una semana antes nos lo dicen no se lo cree nadie».

Nunca antes a los que mueren la tierra les fue tan leve, nunca antes las despedidas y los finales fueron tan silenciosos, tan solitarios, sin palabras de consuelo, sin abrazos sinceros, sin el llanto, el recuerdo y el grito que reconforta el alma. «Esto lo vamos a recordar toda la vida, hay que aceptarlo, pero es que no hay palabras», dice caminando hacia la puerta de salida una vecina y amiga de la fallecida, con la voz baja y entrecortada. «Esto va a marcar a una generación como la Guerra nos marcó».

Domingo y Juan Carlos se despojan de las protecciones en una pequeña habitación. Huele a desinfectante y las señales de tanta muerte están en sus caras. Son las personas que de forma callada están soportando una de las cargas más pesadas de estas semanas sin duelos. «Es nuestro trabajo, pero cuando salimos de aquí tenemos que desconectar, si no no podríamos vivir». El problema es que el tiempo entre sepelio y sepelio no da descanso. Cierran la puerta dejando encerrado el cantar de los pájaros y el silencio sepulcral del frágil sonido de la muerte en estos tiempos extraños.