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Don Domingo, el sepulturero

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El mediano de Mauricia González y Pepe Ruiz fue marmolista y harto de ir con la maleta a cuestas cambió hace 20 años la paleta de albañil para levantar edificios por la de tapiar nichos en Almagro. Desde su experiencia, habla de uno de los oficios más ingratos y desconocidos

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Reportaje gráfico de Pablo Lorente (www.pablolorente.com)

Un hombre entra en un bar buscando a un amigo. Da los buenos días mientras camina hacia la barra, cuando en el otro extremo un parroquiano vocea con displicencia: «¡Hombre, el enterrador!» El recién llegado se gira, lo mira de arriba a abajo y le contesta de la misma guisa: «¡Para ti, don Domingo!»

Domingo Ruiz González, almagreño, de 51 años, sepulturero del cementerio de Almagro desde que tenía 31. Por querer ser quiso ser millonario, pero el destino le tenía reservada una paleta de albañil. Cuarenta días en Alemania a mediados de los años 90, pasando frío y lavándose la ropa «en los lavabos de pensiones de mala muerte» le forzaron a reflexionar sobre el futuro. Sus conocimientos de argamasa y de jardinería hicieron el resto.

El mediano de los cinco hijos de Mauricia González y Pepe Ruiz estaba «muy harto de andar con la maleta a cuestas» con la empresa valenciana de construcción en la que trabajaba y vio una salida en la convocatoria pública que sacó el Ayuntamiento para cubrir la jubilación de don Antonio, el anterior sepulturero.

«¿Crees en la reencarnación? Pues yo te digo que en otra vida tuve que ser salmón, porque siempre me ha gustado ir a contracorriente. Hubo gente que no entendió que quisiera ser enterrador, pero no me preocupó, si me equivoco o acierto es cosa mía». Domingo sentencia cuando habla. Cierra todas sus respuestas con una frase lapidaria. Sobre cómo se comportan los ciudadrealeños en vida y cómo afrontan la muerte; sobre el respeto, la felicidad y la hipocresía. Habla dando lecciones de vida, y es que de eso y de la muerte tiene los conocimientos de un máster.

Acabó presentándose al examen de enterrador de almas junto a otros tantos del pueblo en unos años en los que, sin embargo, no le faltaba trabajo como marmolista. «La verdad es que no he soñado nunca con ser algo en concreto, bueno sí millonario», ríe. Hoy desde la distancia y la sabiduría que concede la experiencia reconoce que su oficio es uno de los más ingratos, duros y desconocidos. «Está muy poco reconocido y más en un pueblo. A los enterradores nos siguen viendo como bichos raros, como si no tuviéramos una vida normal fuera de aquí». No está casado y actualmente tampoco tiene pareja sentimental, pero ni en una cosa ni en la otra ha influido su puesto de trabajo, sobre el que nunca ha mentido. «No tengo ningún complejo, o me aceptas como soy o no me interesas. Mi oficio es como cualquier otro».

El trabajo de sepulturero le ha proporcionado estabilidad laboral, un horario flexible y disponibilidad para estar cerca y cuidar de sus padres ya mayores, con los que vive. Además de vacaciones garantizadas y una vida tranquila en su pueblo, con sus amistades de siempre. La única pega es que no está muy bien remunerado y que es «muy impredecible».

El hábito no hace al monje y el de Domingo es siempre el mismo: pantalón, sudadera y chaleco azules con el logotipo del Ayuntamiento. Parece un operario municipal más, pero su oficio es de otro mundo. La pala, el serrucho y la escoba son básicamente sus herramientas de trabajo. Con los ladrillos, el cemento y las frases lapidarias hace el resto, tapiar nichos y sellar bocas. «Mi trabajo te enseña a conocer a las personas de verdad, la hipocresía que hay. Gente que no mira ni quiere a los suyos y cuando mueren vienen a llorarles todos los días. Las cosas hay que hacerlas bien en vida».

Muerte y religión

¿Eres religioso Domingo? «No, no soy creyente. Cuando tengo que meter en un nicho a una criatura con meses, con 18 años, con 40, mientras hay personas con 90 que sufren solos en residencias sin saber quiénes son, no puedo creer en Dios. Yo creo en la gente, en su comportamiento conmigo y en el mío con ellos». Ni tiene fe en Dios ni tiene miedo a la muerte, a la que mira a los ojos una media de 90 días al año. Domingo lleva más de 1.500 enterramientos a sus espaldas.

«Le tengo miedo a la vida», dice sin pudor desde la última morada que ocupamos en la tierra, entre las paredes coronadas por cipreses del único lugar en el que el tiempo se ha detenido para siempre. «Esto es muy difícil. La carga psicológica es mayor que la física; no sabes cómo tratar con familias deshechas ni cómo ayudarlas, además en un pueblo nos conocemos todos. Es peor que ver muertos, a lo que al final te acostumbras. Aunque cuando salgo por la puerta desconecto de todo, me olvido. Si no, no podría vivir». Quizás por eso su lugar preferido dentro del cementerio está fuera. Es un banco junto a la puerta de entrada con vistas al tanatorio, en el que se sienta a ratos para descansar.

En el camposanto no siente la soledad y no porque hable con los muertos los viernes y tal o eche partidas de mus entre flores de colores. Todos los días hay gente que va a limpiar o rezar con la que puede charlar. Con todo, son 20 años de labores rutinarias.

En invierno su horario es de nueve a dos y de cuatro a seis de la tarde, con dos días de descanso a la semana, los martes y los miércoles que cierra el cementerio, a no ser que haya algún tipo de servicio. «Cuando salgo me voy a casa, me ducho, me pongo cómodo y le doyuna paliza al sofá», desde dondeexplica a Mauricia que no se ha fijado en quién ha estado en el sepelio de menganita o fulanito. «Mama, tú te crees que yo estoy en eso. Me pongo como unas antojeras y a trabajar».

No se le olvidará el primer enterramiento que tuvo que asistir, el de la abuela de una amiga de su hermana y no se le olvida porque tardó «un siglo en poner cinco ladrillos». Después de aquello, llegó el momento más duro como enterrador con la muerte de su propia abuela. «Arreglé todo y delegué en un compañero. Fue el momento más difícil que he vivido aquí». Eso y los traslados y reducciones de restos, que Sanidad autoriza a partir de los cinco años de perecer una persona.

Domingo no se plantea si se jubilará tapiando tumbas, tiene claro que si el día de mañana encuentra una opción mejor abandonará el cementerio. Un lugar que, pese a todo, le transmite paz y tranquilidad y que le ha enseñado que hay que amar en vida «porque después no sirve de nada».

­No es tarea fácil la suya, acomodar en el último tramo del camino al que viaja al más allá y hacérselo llevadero todavía en el más acá a una familia que ni siquiera repara en su presencia. Por eso le da rabia que haya gente que infravalore su trabajo. «Para que te respeten y te valoren, primero te tienes que respetarte a ti mismo, seas albañil, banquero o mecánico, y yo a quien más respeto en esta vida es a mí. Por eso, al del bar que me dijo aquello le contesté: yo rebozado de churre soy más señor que alguno con esmoquin. Así que para ti, don Domingo». «Al final estamos gente con clase y clase de gente», sentencia el sepulturero, don Domingo.

 

Publicado en La Tribuna el 3 de diciembre de 2017